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A veces, mientras los políticos vuelven a autorizar sangrías en ciertos lugares para seguirse repartiendo el mundo entre países de bien, mientras deciden que tal vez aquello del medio ambiente, aquello de la igualdad, la diversidad y la dignidad, es aburrido y no tan importante, y entonces tantísimas organizaciones como veletas los siguen y nos hacen testigos del viaje al pasado, a veces, me detengo. Me detengo y miro por la ventana. Siguen llegando los pájaros a comer del plátano que les sigo poniendo. Se siguen bañando en la piedra que lleno de agua, aún en las mañanas más frías. Ellos no saben lo demás. No son conscientes de su belleza ardiente. Siguen llegando. A veces, pensando en que el mundo son esos políticos y esas sangrías y las selvas arrasadas y el regreso de las pajitas de plástico, y a la vez los pájaros tornasolados esperando su turno para comer sobre las hojas de los sarros que resisten, me pregunto para qué. Si seguir escribiendo esta página que se esfuma.
Entonces vuelvo a mirar a través de la ventana y leo. Voy a mis textos preferidos que, más allá de datos, hablan sobre la vida. Leo a Manuel Vicent cuando escribe que “todo habrá sido un juego vano de unos seres que se creyeron dioses. Pero tal vez, cuando la humanidad desaparezca, la belleza quedará a salvo en suspensión en el aire y los vencejos la llevarán en el pico gritando”, y entonces sé para qué. Para seguirlos viendo. Para seguirme levantando a atestiguar la belleza conscientemente y regresar al intento de reflejarla sobre la página. Para seguir comprendiendo que eso es vivir.
En una miniserie sueca un padre le explicaba a su hijo el paso del tiempo según el movimiento de las manecillas del reloj. El niño le preguntaba qué pasaba cuando terminaba la última vuelta del día y el padre le respondía que volvía a empezar. ¿Otra vez? ¿para siempre?, preguntaba el niño. Para siempre, le respondía el padre. Al día siguiente moriría el niño, y yo pensaba en la relatividad de cada para siempre. Y pensaba en esa columna de José Andrés Rojo en la que contaba cómo Chéjov decía que no había finales originales, queriendo decir que lo importante era el mientras tanto. Afirma Rojo que el mientras tanto de hoy es intolerable y yo me siento menos sola. Miro de nuevo por la ventana en el mientras tanto del mientras tanto.
Los pájaros no saben nada de eso y cantan sin reservas. Mientras más grave, más doloroso y más insondable es lo que veo a mi alrededor, en ese mundo que elige viajar al pasado más oscuro, más consciente soy de la importancia de ese canto, más sola me quedo fijada en los hechos que le pasan desapercibidos a la mayoría. Pero encuentro sin falta compañías como la de Manuel Vicent, que agrega: “Nuestra esencia consiste en nuestra existencia, en ese baile absurdo al que hemos sido invitados por el azar. Mientras estás vivo, te toca bailar, eso es lo que hay. Unas veces suena el vals y otras el saxo del payaso”.
Hay un alivio invaluable en reconocer, después de mucho tiempo y mucho esfuerzo, lo que para uno es relevante, lo que para uno es bailar. Encontrar el propio paso, que puede no ser el más complejo. Escribió Javier Sampedro: “Los dibujantes, profesionales o aficionados, solían dedicar largas horas y grandes esfuerzos a dominar los principios de la perspectiva y el claroscuro, aunque solo fuera para poder saltárselos después, como hizo Picasso. Recuerda lo que dijo el genio malagueño: ‘De niño dibujaba como Miguel Ángel y me llevó años aprender a dibujar como un niño’”.
El mientras tanto —la vida—es un constante regreso a lo más simple, desde otra perspectiva, con más conciencia del abismo del para siempre, de la capacidad humana de arrasar, del rol vital de la belleza en el sentido.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/