“Una mañana de un día cualquiera, al despertar, algo se habrá esfumado de tu vida, dejando intacto lo demás, y, entonces, tan solo percibirás un tibio desajuste con respecto al día anterior. Te recomiendo cerrar los ojos y aguzar el oído, captar la sutil diferencia que vibra en el aire como una especie de señal.”

La policía de la memoria. Yoko Ogawa.

Filadelfo Mercado, el niño protagonista de mi novela El valle de nadie, nació en una callecita entre fachadas azules en la preciosa ciudad de Jodhpur, en India, cuando unos ojos almendrados infantiles me miraron y me mostraron cómo se ve la belleza —y la esperanza— cuando está perdida.

Esa revelación me paralizó y, como casi nos hemos acostumbrado a una sola posibilidad, sin que él me pidiera nada, busqué unas monedas y se las entregué. Entonces todo se detuvo. Esos ojos tristes que parecía imposible que fueran más hermosos revivieron, sonrieron olvidándose de la necesidad de parpadear, agradeciéndome sin las palabras que sobran cuando no se comparte sino el idioma de lo humano.

No tomé una foto y llevo casi seis años sin saber si me lo impidió el pudor o la emoción, intentando redibujar su carita, la profundidad de su mirada, recordando los rasgos para describir al personaje de Filadelfo, y aún no sé si sería mejor tener la fotografía o si lo fascinante es cómo se aferra mi mente a ese momento vivo.

Entonces pienso en el valor del recuerdo, en cómo construye lo que somos en presente. En La policía de la memoria, de Yoko Ogawa, hay una isla en la que las cosas van desapareciendo y la gente las olvida por completo. Desaparecen, por ejemplo, los pájaros, y nadie los extraña porque no sabe qué son: si vieran uno volando, no lo reconocerían. Y yo no me puedo imaginar el mundo sin pájaros, y entonces los busco con frecuencia para retenerlos y que nunca se vayan de mi mirada, que es lo que soy. Soy también los pájaros.

Escribía Juan Esteban Constaín sobre el alzhéimer de Tony Bennett, que a sus 95 años no recuerda su grandeza ni a muchas personas cercanas, pero que al oír al pianista canta impecablemente sus canciones. Yo he sido testigo de ese milagro, de lo que hace la música, en residencias para mayores en donde quienes han perdido el habla, en medio de la niebla, de repente recuperan la voz —o la vida— cuando les ponen melodías ‘de sus tiempos’ y empiezan a cantar. Son también la música que llevan dentro.

Es que la memoria se construye a partir de los momentos auténticos, cuando las imágenes y los sonidos y lo que está afuera logran atravesar lo que hay desde la piel hasta el corazón. Por eso me parece ver a mi abuelito, que murió en 1990, sentado en el suelo enseñándome los colores en inglés cuando yo tenía tres años. Y por eso alguien que no sabe cómo se llama vuelve a vivir cuando canta lo que bailó.

Decía la etóloga Jane Goodall en una entrevista que “estar vivo es ser consciente de todo lo que nos rodea. Tomarnos nuestro tiempo para poder vivir. Ahora mismo estoy mirando por la ventana y estoy viendo el árbol al que me gustaba trepar cuando era una niña. Para estar realmente vivos tenemos que estar vivos en cada segundo. Y estar abiertos al amor y a la alegría, al respeto y a la compasión.”

Parece obvio pero se nos olvida. Hace poco le dieron la vuelta al mundo las imágenes de una montaña de ropa convertida en basura en el desierto de Atacama en Chile; ropa usada y otra con etiquetas de nueva, lo que les sobra a unos y les falta a otros, el símbolo de nuestra existencia desechable y de cómo borramos la vida y la pureza a punta de despojos, de todo eso que utilizamos para invisibilizar lo que somos, nuestras fachadas en montaña porque hay que cambiarlas con frecuencia.

Así no se construyen los recuerdos que rompen las barreras para cantar en la vejez, los que se aferran a los pájaros y a los momentos de baile, en los que nacen Filadelfos. Si llenamos los días de capas de basura y afán, la memoria se esfuma, se crea vacío. La penetración de la belleza requiere sensibilidad, transparencia, estar más abiertos al dolor.

Basta de taparlo todo. Las canas y las arrugas conmemoran la historia del cuerpo, ¡de lo que somos! La eliminación de lo artificial trae consigo cantidades refrescantes de libertad. Cuenta Maggie Nelson en Bluets que los tuaregs, un pueblo nómada del desierto del Sahara, son conocidos como ‘abandonados por dios’ porque se han resistido a convertirse al islam y viajan de noche guiados por las estrellas. Pero ellos se llaman a sí mismos ‘Imohag’: hombres libres. Quizás nos debamos guiar un poco más por las estrellas, a ver si captamos las señales de la vida y nuestra memoria se construye profunda.

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