Escuchar artículo
|
La objetividad o imparcialidad periodística es un tema siempre discutible. Lo que nadie refuta, por lo menos de dientes hacia afuera, es que es un ideal: imposible de lograr e ingenuo para la mayoría, y una utopía permanente para los que honran su profesión.
La objetividad es un problema y un reto mayúsculo para los sujetos, en tanto vivimos sujetados a todo: a la cultura, al idioma, a nuestras ideas, pasiones, gustos, intereses, etc., etc. Y si eso pasa con un sujeto periodista, ni qué decir de los medios privados, donde no solo confluyen otros periodistas, con sus propias subjetividades, sino también los intereses de sus propietarios, anunciantes, lectores o suscriptores, y esa diáspora que conocemos como “opinión pública”.
De hecho, modular la tensión entre empresa e información es precisamente el principal reto de gestión en una empresa informativa. Y para no ser cándidos ni caer en delirios altruistas, es claro que para que para poder ofrecer información ¡de calidad! es menester preservar, primero, el negocio.
Aun con las acotaciones sobre la subjetividad, la intersubjetividad y el negocio hechas hasta ahora, la pretensión de objetividad, o por lo menos de imparcialidad, del periodista y del medio, por más privado que sea, debe permanecer intacta. La información, como la educación, la salud, la alimentación, entre otros bienes, no son o deberían ser un negocio como cualquiera, en cuanto y en tanto son bienes comunes.
Este carácter de bien público, así sea ofrecido por una entidad privada, así como otros conceptos desarrollados previamente, pueden inferirse desde la misma Constitución Política de Colombia, especialmente en su artículo 20: “Se garantiza a toda persona la libertad de expresar y difundir su pensamiento y opiniones, la de informar y recibir información veraz e imparcial, y la de fundar medios masivos de comunicación. Estos son libres y tienen responsabilidad social. Se garantiza el derecho a la rectificación en condiciones de equidad. No habrá censura”.
Siendo así, cualquier medio “libre”, pero con “responsabilidad social”, deberá equilibrar los intereses, valga la redundancia, de todos sus grupos de interés; modular la subjetividad, la intersubjetividad, el negocio, con lo que dice la ley, la dimensión pública del servicio, la pretensión de objetividad, y la “veracidad e imparcialidad” que le son consustanciales.
Pero no, casi nunca esa así. La mayoría de medios masivos de información son sendas máquinas de distorsión, “extorsión” y autocensura. La revista Semana es un buen (o mal) ejemplo de todo lo anterior, pero tampoco es el único medio masivo que procede así y contraría el mandato constitucional.
De distorsión porque algunos no están mínimamente comprometidos con generar “información veraz e imparcial”. Son claramente medios propagandísticos con unos intereses políticos claros y muy particulares. Para garantizarlos, contratan a periodistas que sirvan de caja de resonancia de tales propósitos y despiden sin sonrojo a quiénes en algún momento se salgan de la fila.
No está mal que los medios y periodistas tengan su propia ideología, tendencia política e intereses. Es más, todos los tienen. Lo que está mal es que se presente como información aquello que es propaganda y le terminen distorsionando, adrede, la realidad a sus lectores, oyentes o televidentes. Algunos parecen pasquines llenos de panfletos revestidos de noticia.
Algo similar pasa con los intereses económicos. No son pocos los medios que le hipotecan sus contenidos a la pauta publicitaria o a los negocios de sus propietarios. Lo que no puede ni debe ser así es que no expliciten esos intereses. Peor todavía cuando hay medios masivos de información que de lo último no tienen nada: son básicamente tableros de anuncios llenos de publirreportajes sobre los que les pagan la pauta, o, más grave aún, de censura o noticias negativas sobre los que no les pautan o les dejaron de pautar. Pasa con propietarios de medios, pero también con periodistas, que al tiempo tienen, directamente o través de interpuestas personas, oficinas de relaciones públicas, cuya oferta real de “valor” es que le publican en sus medios y en los de sus amigos colegas a quienes les paguen “asesorías” de imagen y temas afines. Es una práctica recurrente aun en periodistas muy prestigiosos y letrados.
Quienes así actúan son una suerte de “extorsionistas” cuya amenaza no va contra la integridad física de las personas e instituciones, sino, y a veces es peor, contra su moral, violando el artículo 15 de nuestra Constitución. En el mejor de los casos, las condenan al ostracismo por más méritos que hagan para ser noticia.
En todos estos casos me reservo nombres personales por cuidar mi integridad, pero es inevitable no citar el reciente caso de censura de editorial plantea al libro, aun inédito, “La costa nostra” de Laura Ardila por motivos que apenas explican con una trivialidad que desvirtúa su tradición editorial.
Hay medios masivos y periodistas que distorsionan deliberadamente la información y otros que “extorsionan” a su manera. Más aún, hay algunos que hacen las dos cosas simultáneamente. Eso sí, que ni se atrevan a ponerlos en cintura, porque montan de inmediato el escándalo de la censura; la única parte del artículo 15 que les interesa honrar y lo refuerzan con el 73: “La actividad periodística gozará de protección para garantizar su libertad e independencia profesional”. No joda, ¡el “cuarto poder” es sujeto de derechos pero no de deberes!
La solución, en teoría, es fácil: que expliciten sus intereses y los diferencien de las noticias, como bien lo hacía en la misma Semana Gabriel Gilinski en sus columnas anti-GEA, pero como mal lo hacían sus cortesanos, empezando por su genuflexa directora, cuando publicaban selectiva o amañadamente noticias o columnas para complacer o halagar a su amo y satanizar a sus adversarios en pro de favorecer sus intereses económicos y políticos.
La libertad de expresión en los medios masivos de Colombia y en los periodistas que trabajan en ellos también debe tener sus límites como lo consagra la propia Constitución. En épocas en que compiten con el prontoculismo rampante en las redes sociales, con los fake news (noticias falsas) y con el ChatGPG es hora de reflexionar más sobre el tema y tomar medidas más serias, porque la distorsión y la “extorsión” mediáticas se han acentuado.
De modo que, más que en cualquier otro momento de la historia, no podemos cesar en nuestras pretensiones de objetividad, que la ética periodística nos impone, junto a las de imparcialidad, veracidad y responsabilidad social, que consagra nuestra carta magna con respecto a la información. “El derecho a rectificación en condiciones de equidad” que la misma ofrece, es una migaja de justicia reparadora comparada con los inmensos perjuicios a la honra, la moral y el mérito informativo que a menudo ejercen los medios, sus periodistas y dueños. Si tienen una posición privilegiada en términos de derechos, que tenga una responsabilidad equivalente en deberes. Abogo por leyes más duras en la materia, al fin de cuentas, distorsionan o “extorsionan” las personas, no lo los medios.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/