“Es fácil sacar defectos (quien lo hace solo dice lo primero que le viene a la cabeza y no asume la responsabilidad de sus palabras) y quienes se convierten en el objeto de esos comentarios corren el riesgo de no sobrevivir si se lo toman en serio. Al final a uno no le queda más remedio que tomar impulso y seguir adelante: “Me da igual lo que digan por muy tremendo que resulte”, sería la consigna. “Lo importante es escribir lo que yo quiera y como yo quiera”.

 Haruki Murakami

El troll es uno de esos personajes propios de nuestros tiempos. Ponzoñoso, invasivo y delirante, el troll hace su parte. Invade las redes sociales y es capaz de dañarnos el día. Uno los ve por ahí, persistentes en su empeño por contagiar con su amargura a cualquier persona desprevenida. Tienen un objetivo: odiar. Uno se los encuentra en la calle y son una sola ternura, pero cuando entran en contacto con un teclado se transforman en autómatas del odio.

Eso era yo hace unos años, un hater, un troll. El objeto de mi odio era Gustavo Petro. Recuerdo la campaña a la alcaldía del 2011. Twitter irrumpía como un espacio apenas novedoso, con muchos menos usuarios de los que hoy tiene, pero se convirtió en la herramienta favorita de Petro. Mi odio lo persiguió hasta esos confines, allí lo encontró y nunca se sació. Petro ganó la alcaldía, yo me fui a vivir a Medellín y desde allí triné día y noche contra él.

En muchos trinos que aún deben andar por ahí, como almas en pena, insistí en que, palabras más, palabras menos, no era moralmente aceptable que Petro fuera alcalde de la capital por el hecho de haber sido guerrillero. Sí, yo también fui así de superficial, de cancelar a Petro por tener “las manos manchadas de sangre”. Fui tan insoportable que Petro me bloqueó. ¡Antes se aguantó!

Me acordé de esto diez años después, ad portas de la que será una contienda electoral despiadada. Recordé que yo también fui hater y que muy seguramente le amargué el día a más de uno con mi odio ponzoñoso, transmitido a través de unos cuantos caracteres. Y me acordé porque he visto a ese yo veinteañero, reflejado en más de uno de esos candidatos superficiales que comenzaron a sacar la cabeza. Andan repitiendo las mismas bobadas que yo dije hace diez años. Sentí vergüenza. No quiero ser eso. 

Estos candidatos no les hablan a los seguidores de Petro. Su intención no es persuadirlos. Le hablan a esa parte del país que no perdona. A esa parte del país obsesionada con el pasado. A esa parte del país para la que la memoria es solo una excusa para mantener viva la herida de un conflicto. Viven de conflictos del pasado, porque los del presente no saben cómo dirimirlos. Están gobernados por el miedo y por eso es tan fácil sacarlos a votar berracos. 

Estos avivatos necesitan a Petro. Mejor dicho, necesitan el miedo a Petro, porque solo así pueden ganar a pesar de su pobreza programática. ¿Recuerdan el 2018? ¿recuerdan cómo ganó Duque? Sí, lo treparon los partidos tradicionales y el odio a Petro. Saben que esa fórmula es infalible y la están repitiendo. Son superficiales, pero no ingenuos. 

Petro fue victimario, pero lleva más años en la democracia que fuera de ella. Utilizar el pasado de Petro es solo un truco para llamar la atención y mostrarse como el chacho de la clase. El más machito. También es un truco para ocultar la ligereza argumentativa y la pobreza programática. Un distractor que invita a mirar el pasado para evitar enfrentarse en la palestra del presente. 

Quiero disculparme con Gustavo Petro. Ya lo hice en twitter y lo hago aquí, nuevamente. Reconozco que actué movido por el odio y el resentimiento. Fue Martha Nussbaum quien me abrió los ojos a través de un libro del que he hablado antes en este espacio: La monarquía del miedo. El odio es hijo del miedo, dice Nussbaum en ese libro. ¿Le tengo miedo a Petro? Sí, le tengo miedo; pero hoy tengo la convicción de que el odio no puede ser la manera en la que debo tramitar ese temor. Ando en la búsqueda de salidas más inteligentes. Menos banales. 

Le tengo miedo a Petro, pero procuro no odiarlo. No es un miedo como el que le tengo a la angustia que se debe sentir justo antes de morir. Quiero decir, no es un miedo paralizante. A veces ni lo noto, pero sé que está allí, vigilante, esperando tomar posesión de mis ideas, esperando a gobernarme. Le tengo miedo al presente de Petro, a que repita en Colombia lo que hizo en Bogotá. Le tengo miedo su populismo y a sus serios problemas de megalomanía. 

No es como dicen algunos de los gregarios de Petro, que le tenemos miedo porque nos va a quitar nuestros privilegios.  No, no tengo miedo a perder mis privilegios, porque nací con uno solo que nadie me puede arrebatar: un padre y una madre amorosos, que siempre me inculcaron que no debía odiar. Y les fallé. Fui troll

Pero aquí estoy, porque creo que algo que se debe reivindicar en nuestra sociedad es la capacidad de reconocer que nos equivocamos y que podemos cambiar. Estoy aquí, aprovechando que el miedo que padezco no es paralizante y me permite actuar. Vale la pena recordar siempre, que el miedo es también un mecanismo de supervivencia. Un llamado a actuar con inteligencia, porque le tengo tanto miedo a Petro como a una sociedad gobernada por un troll.

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