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Luego de que publiqué un artículo en No Apto titulado ‘Georgina’, recibí muchísimos mensajes de personas, tanto mujeres como hombres, pidiéndome consejos. Me contaron sobre situaciones de abuso que habían visto y vivido, momentos en los que tal vez no fueron tan sororas, o cuando fueron cómplices de abusos, y me preguntaban si aún después de vivir todo esto podían ser feministas. Me cuestionaban también sobre la necesidad de autoproclamarse como feministas, aunque ya respetaran a las mujeres en sus vidas y reconocieran que la desigualdad de género es una realidad tangible.
Todo lo que sé sobre las relaciones de género, el feminismo, la misoginia y la misandría, lo he aprendido leyendo. Nadie me ha dado un manual sobre cómo ser feminista (aunque les recomiendo Feminista por accidente de Salomé Gómez-Upegui), y yo misma he tenido que vivir con la realidad de que he sido- y soy- machista en muchos de mis pensamientos y acciones. Porque yo también he calificado a mujeres con términos vulgares por cómo se vestían, aunque no lo haya expresado. Porque yo también he naturalizado el rol doméstico de la mujer, inclusive cuando creía que estaba luchando en contra de él. Yo también me he medido a mí misma de acuerdo con mi físico, y yo también he pensado que la maternidad es incompatible con la vida laboral. Todas estas creencias las he tenido que analizar, encontrando su raíz, para así poder comenzar a deconstruirlas. Y sigo en el proceso.
De estos cuestionamientos, y del abrir los ojos a la falta de calificaciones que tengo para ser terapeuta y analizar las experiencias vividas de quienes me escribieron de una manera imparcial, nació El tintero. Conversaciones francas, un espacio seguro en el que, aunque no se tolera el odio, sí se tolera la incertidumbre y la duda; un espacio de reflexión constante y de apertura, donde los temas tabús ya no son tabús, y donde las anécdotas de todas las personas no solo son aceptadas, sino que son bienvenidas; un espacio de reflexiones inacabadas.
Tuve la primera sesión de El tintero, proyecto con el que planeo seguir por mucho tiempo, el 11 de enero. Con Manuela Restrepo, a quien admiro infinitamente, y con el apoyo de No Apto y de Bukz, logramos organizar una conversación sobre masculinidades y feminidades en Medellín. Tenía muchos nervios, y pensé que tal vez no vendría nadie. Convoqué a mi mejor amiga y a mi papá, porque por lo menos si no llegaba nadie los tendría a ellos. Imaginen mi sorpresa al ver que había más de 25 personas cuando llegué a Bukz y, cuando empezamos la sesión, había personas sentadas en el suelo y paradas en el fondo, porque no había sillas suficientes para acomodar a tanta gente. El espacio se llenó antes de empezar.
De esa conversación saqué dos conclusiones muy claras. La primera es que tenía toda la razón cuando identifiqué la necesidad incesante que hay en Medellín para conversar. Los paisas somos habladores por naturaleza, y se nos ha enjaulado con una lista de temas que son aceptables para conversar, encerrándonos en la oscuridad de lo desconocido cuando se nos prohíbe hablar de género, sexo, violencias rutinarias, placer, diversidad, y claro, de política, fútbol y religión.
La segunda conclusión que tuve es que quiero resignificar las masculinidades frágiles, porque muchas veces hablamos de éstas como algo negativo; un hombre que siente que al expresar emociones pierde su hombría; que relaciona los gustos por lo “femenino”, como la música, el arte o la cocina, con una falta inherente de testosterona; que siente que pierde una parte de sí mismo, por lo menos a los ojos de las otras personas, si no es una máquina sexual las 24 horas del día; o que se siente presionado a siempre pagarle la cuenta a la pelada con la que esté saliendo.
La lista de características de una masculinidad frágil es infinita y, como mujer, no conozco ni la mitad, pero creo que la masculinidad sí debería ser frágil; debería ser fácil derribarla como la construcción social que es. Debe ser frágil para poderse desintegrar con facilidad una vez hacemos el trabajo de reconocer que lo que hoy percibimos como masculino es una simple evolución de los estereotipos de género que hemos creado.
Las masculinidades frágiles son un regalo porque nos hacen dar cuenta de la ridiculez de las construcciones sociales. Porque es más fácil atribuirle fenómenos sociales a la naturaleza, ya que esto los convierte en verdades indiscutibles. Pero una naturalización de ellos no los hace menos sociales, y si algo nos ha demostrado la historia es que, una y otra vez, lo construido por el humano se estrella y se derrumba.
He visto cómo cada vez más se habla de los feminicidios que la lucha feminista ha estado denunciando por muchísimo tiempo. Por ejemplo, hace cinco años no hubiera imaginado que el caso de Valentina Trespalacios hubiera sido calificado como un “feminicidio” en El Colombiano, sino como un “asesinato”; ¿ven la diferencia? Y entre todo el dolor, he visto cada vez a más personas que salen de su zona de comodidad para denunciar la violencia de género como la crisis global que es.
Para eso, precisamente, se necesitan masculinidades frágiles. Porque no, las mujeres no somos una minoría, aunque en conversaciones del Estado se asume una y otra vez que lo somos. Las mujeres somos la mitad de la población mundial, pero para poder cuestionar los sistemas de subyugación de los que todos somos víctimas, se necesita mitad más uno. O más.
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