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La pregunta más recurrente de estos días en nuestro país es “¿por quién vas a votar?” Si comprendiéramos el alcance de un presidente y lo que está en juego en Colombia, las preguntas serían otras: ¿Por qué votar? ¿Para quién votar? Bueno, quizá no sea un asunto solo de comprensión sino también de miopía, comodidad y egoísmo.
Mucho más que un presidente…
Si bien una democracia representativa tiene limitaciones, nosotros la restringimos más cuando nos conformamos con la migaja del voto. Y se vuelve más precaria cuando no sabemos o no nos interesa saber qué es lo que realmente estamos eligiendo.
Por miopía o comodidad hablamos demasiado de los candidatos y sobredimensionamos –o a veces subestimamos– el rol de un presidente. Tal vez sin mayor consciencia somos caudillistas o mesiánicos y esperamos demasiado de ellos.
Con mayor o menor consciencia, querámoslo o no, este domingo elegiremos, además del presidente, a su gobierno y otros asuntos de estado.
El gobierno comprende, cuando menos, cuatro factores: 1) el mismo presidente; 2) las personas o entidades que lo acompañan, lo apoyan y lo han financiado; 3) la oposición; 4) la gobernabilidad, es decir, el grado de autonomía para tomar decisiones. Este último punto es muy relevante, pues incluye sus relaciones con el congreso (poder legislativo), con el poder judicial, con los organismos de control y con las entidades “independientes” como las “ías” y el Banco de la República; con otros grupos de interés relevantes como los gremios empresariales, los sindicatos, las ONG, entre otros; y, por supuesto, con la comunidad internacional.
Más aún, debemos considerar también el impacto del primer mandatario en otros asuntos de estado, máxime si tenemos en cuenta el desequilibrio de poderes que generó el cambio del “artículo” en 2005 que le permitió reelegirse al presidente de turno, y que tanto él como sus sucesores han aprovechado para influir más de la cuenta, y a su favor, en otros organismos estatales, que, sobre el papel, no debería ser de bolsillo del poder ejecutivo. La vía al autoritarismo ya está pavimentada, no sería una creación del próximo presidente, independiente de quien sea. La novedad sería que restituya o respete las bases democráticas de la constitución del 91.
Dimensionado así, lo que está en juego en estas elecciones es mucho más que la elección de un presidente, por más caudillo que sea o se crea. Un voto consciente implica considerar los anteriores factores y otros más; tener en cuenta no solo por quién se vota sino por qué se vota.
…Y que tampoco sea a la carta
En una columna anterior publicada en este medio y titulada Corruptos somos todos, abordé ya este tema, pero dado el momento político y el propósito de este artículo, me permito parafrasear algunas de los puntos expuestos.
Parece muy evidente, pero el domingo no elegiremos solo presidente para nosotros; para nuestros intereses, gustos, deseos y conveniencias. Se elige presidente para un país, es decir, para que privilegie el bienestar colectivo sobre el individual, sabiendo que es imposible dejar a todo el mundo contento. Subordinar el interés general al particular a la hora de votar no es propio de un buen ciudadano, sino de un negociante. Es contribuir, desde nuestro ámbito, a privatizar la política, dejándonos sin autoridad moral para hablar de lo público en público, porque “solo me interesa mi negocio, socio”.
El baile de lo público es bueno si a la mayoría le va bien en él, no solo a mí. Calificar el baile solo o principalmente de acuerdo con mis conveniencias, gustos e intereses denota una falta de empatía impropia de quien aspira a una mejor sociedad. No debemos reproducir en nuestro ámbito el egoísmo y la mezquindad que le criticamos tanto a muchos políticos. Para satisfacer prioritariamente los deseos individuales, existen otros espacios por fuera del ágora contemporánea; no es la política electoral.
Epílogo agónico
De manera que, además de un votar con consciencia, lo debemos hacer con conciencia, para dar cuenta de nuestras calidades éticas y morales, que como tales trascienden nuestra individualidad.
Si seguimos, como tantas veces lo hemos hecho, eligiendo un presidente a la carta de nuestros intereses y pasiones, y las de nuestros seres queridos, tal vez sí “terminemos siendo como Venezuela”, o, quizá y hasta peor, continuemos siendo como Colombia.
P.D. A los que tanto le temen a que “terminemos siendo como Venezuela”, les recomiendo estar atentos a los cambios económicos e institucionales que, por fuerza, necesidad, deseo o todas las anteriores, se están dando en nuestro vecino país. Una reciente columna del muy “institucional” Armando Montenegro en El Espectador titulada ¿Maduro madura?, da cuenta de este viraje.