A juzgar por las encuestas, debates y discusiones políticas, una mayoría de colombianos, suficientes para poner presidente, quieren que nuestro próximo mandatario sea, ante todo, de mano dura.
Ya no anhelan siquiera el “Mano firme, corazón grande” de Álvaro Uribe, que terminó siendo mucho de lo primero, y poco o nada de lo segundo, excepto con su comité de aplausos y acólitos, del que buena parte acabó juzgada por corrupción o involucrados directa o indirectamente en crímenes abominables. Pero para sus partidarios y seguidores fue suficiente con lo primero, sin importar sus execrables métodos, como los utilizados para la infamia de los mal llamados “falsos positivos”, que todavía se empeñan en negar y justificar.
Hoy la mano firme les parece tibia. La quieren es dura, de hierro y de fierro: plomo y balín para todos los bandidos y corruptos, como ha prometido el precandidato Santiago Botero en varios medios y escenarios, como en la última convención de Asobancaria hace apenas un mes, cuya propuesta levantó risas y aplausos de los asistentes. ¡Qué vergüenza!
Habría que preguntarle a Botero quiénes son para él los bandidos y corruptos, y si entre ellos están incluidos los empresarios que tanto exalta, como los Daes Abuchaibe (José Manuel, más conocido como “Yuyo”, y Crhistian) procesados en los noventa en EE.UU. por importación de cocaína y lavado activos, entre otros delitos. Pero no es la única mancha que tienen los hoy ponderados empresarios y “filántropos”: a finales del siglo, por ejemplo, y ya desde la cárcel La Modelo en Colombia, donde estaba acusado por enriquecimiento ilícito, el “Yuyo” se dio el lujo de seguir manejando el entramado de corrupción por contratación en Barranquilla, como es de conocimiento público y está bien documentado en portales periodísticos y en el libro La costa nostra de Laura Ardila. Concedámosles, de corazón, el beneficio del cambio, pero su pasado no se puede borrar.
Pero Botero no es el único que piensa así y propone plomo y soluciones reduccionistas, pobres de espíritu, creatividad y mezquinos de corazón. En este mismo medio, bajo el título Cemento, Indumil y tijera para Colombia, un columnista propuso que, agregándole “una pizca de descentralización” a estos tres ingredientes, esta sería la receta ideal para acabar con el “experimento socialista” en el país. Aunque empezó diciendo que era su “modesta contribución”, cierra su columna de forma retadora y con un tufillo de soberbia: “¿Creen que le faltó algo a mi receta para el país? Los leo”.
Lo preocupante es que, como ambos, insisto, piensa una buena parte de colombianos, muchos de ellos ilustrados, pero jamás cultos, por más que repitan la letanía de “duro con los problemas, suave con las personas”, como principio de resolución de conflictos, que predican pero no aplican. Estas burdas soluciones solo pueden salir de una lectura reduccionista de la realidad (mal diagnóstico), de personas cicateras, o de ambas condiciones, como lo creo.
Colombia nunca va a salir del pozo sin fondo al cual lleva décadas cayendo, si no enfrenta y soluciona su problema más grave y estructural: la injusticia social. Con la desigualdad económica y simbólica, excluyente y humillante, que existe en este país, es imposible que haya estabilidad social, por más plomo que se ofrezca y se dé. Y no va a ser posible si los principales responsables de ella, los grandes poderes económicos y políticos, no se asumen como parte del problema, sino como solución o, cuando mucho, como víctimas.
Esto no implica, en ningún caso, eximir de responsabilidad a las otrora guerrillas (ELN, disidencias de las FARC), devenidas en grupos criminales, narcotraficantes y terroristas, que no representan a nadie más que a ellos mismos, con sus viles intereses y sus infames métodos de actuación. Ni a las AUG o Clan del Golfo y demás grupos paramilitares o de delincuencia organizada, que es en lo que terminan casi todas las que inician como autodefensas, de derecha o de izquierda. Tampoco quedan exentos de culpa los carteles y clanes políticos, que con su corrupción desangran el erario público y dejan raquítico al estado para cualquier inversión social. Pero esas pestes del país están identificadas y tienen el rechazo de la mayoría de los colombianos. Falta es decisión para enfrentarlos y arrinconarlos con todos los recursos de la institucionalidad, que quizá no lo hace, porque, la mayoría, e independiente del color político, está permeada o cooptada por ellos.
Los que siempre quedan por fuera de nuestros diagnósticos en calidad de problema, aunque sean también solución, son los grandes grupos empresariales del país: ¡los intocables! Pongo el acento en ellos por tres razones. Primero, porque nunca se incluyen en la ecuación del país como una de las principales causas de nuestra tragedia, cuando son la fuente mayor de desigualdad. Segundo, porque no exagero si digo que la mayoría de las grandes fortunas de este país no se han hecho de manera honesta, pues junto a los Daes, están los Char, los Sarmiento, los Santodomingo, los Ardila, los Michelsen, entre tantos otros, que con su proceder le han dado al país el mensaje del todo vale, como lo certifican tantas investigaciones judiciales y periodísticas que tienen, y en donde ha quedado en evidencia su contubernio con la corrupción que, sin ellos, no florecería. Y, tercero, porque no contentos con hacer sus fortunas haciendo harina a los demás, los trituran de modo que ni para panes sirvan: llevan las desigualdades a límites socialmente intolerables y humillantes como he dicho y lo confirma nuestra condición de ser el tercer país más inequitativo del planeta, según el índice Gini.
Por enésima vez lo reitero, este no es un reclamo socialista ni comunista, sino pragmático: no hay sociedad que tolere tanta desigualdad, exclusión e injusticia.
La parte visible del problema es económico, pero el trasfondo es multidimensional y toca muchos ámbitos del individuo y la sociedad: de nuestra cultura y ecología, humana y global. Necesitamos un cambio cultural, que se da reemplazando unos satisfactores de las necesidades por otros. No se soluciona con plomo, pero tampoco solo o principalmente con plata. Quizá esto último sea una buena noticia.
Por eso Petro, que parece tener claro el problema, porque ha sido valiente en poner en la agenda los asuntos sociales, aunque no haya solucionado casi ninguno, se quedó en lo visible del iceberg y no propuso soluciones creativas. Con su concepción economicista y materialista de la sociedad, buscó la solución dentro de la misma lógica, cuando se necesita un punto de vista superior e imantador, que genere adhesión en vez de rechazo. Tarea titánica, poco probable, pero no imposible. En Colombia al trompo del “Toma todo” le borramos la cara del “todos ponen”, y así no es viable un cambio de fondo. Quienes ostentan los poderes económicos y políticos no negocian, imponen; no ceden, como los grupos armados, solo que con formas más almidonadas, aptas para incautos. No solo tienen mano dura, unos, y la quieren, otros; tienen el corazón duro, avaro.
Nuestro modelo de desarrollo es economicista, acumulador y especulador; a su vez, nuestro modelo económico es codicioso, rapaz y depredador, pero siempre quedará algún resquicio para la utopía, a la que hay que mantener viva. La esperanza debe ser más escandalosa que todos nuestros escándalos juntos. Estoy seguro de que los corazones avaros también laten y se arrugan, ante la belleza que proyectos de país incluyentes pueden ofrecerles, siempre y cuando tampoco los excluyan, porque no se trata de cambiar de amos, pero tampoco de morir como esclavos del establecimiento.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/