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Me acuerdo cuando mi abuela me explicó qué es madurar biche. Frente a mis incesantes preguntas sobre crecer, sobre la adolescencia, sobre cómo se vive la vida de un adulto, mi abuela me reprochó, diciéndome que parara de ser adelantada, que no hay afán para crecer, que disfrutara de mi niñez. Me pareció complicado, pensaba que no entendía. A mis diez años sentía que ya estaba lista para la siguiente etapa y, cuando me pusieron brackets a los doce años, fue mi iniciación a este nuevo mundo.
En Medellín las personas empiezan a tomar aguardiente a los doce años (o más jóvenes), y las mujeres en particular sentimos la persistente presión de que nuestros cuerpos se desarrollen de la manera en la que la sociedad nos va a aceptar más fácilmente. Y cuando no lo hacen, paramos de desayunar, tomamos agua en vez de comernos el almuerzo, y buscamos excusas para no tener que comer al frente de nuestros familiares, porque las porciones son muy pequeñas y sabemos que nos van a regañar, diciéndonos que nos sirvamos más.
En Medellín, particularmente, se empiezan a sentir miradas diferentes a partir de los doce años, y los silbidos empiezan a los trece. Las advertencias de mi mamá de no hablar con extraños me parecieron más pertinentes después de cumplir quince, cuando hablar con las niñas ya no es pedofilia, sino atracción, aunque nos lleven más de cincuenta años. Y agradezco que tuve a una familia presente, que entre sus acompañamientos me guió en mi madurada biche.
No me había dado cuenta de que este era un fenómeno paisa hasta que conocí mujeres de otros países. Es obvio que en otros lugares también existen las borracheras de menores de edad, pero cuando menciono que en Medellín he visto a personas de doce años borrachas, me miran con preocupación. Cuando cuento que una cirugía plástica es un regalo común para una quinceañera, hay silencio.
Me preocupa la madurada biche paisa no por aguafiestas, no porque condene los comportamientos de los jóvenes, como muchos han hecho. Me preocupa, particularmente, lo que significa para las niñas. Porque después de vivirlo, sé que esa disonancia entre nuestros cuerpos y nuestro sentir, entre la sociedad y nuestras familias, entre nuestras aspiraciones y lo que es bien visto, es demasiado dolorosa.
Porque sé que madurar biche no es normal. Claro, los niños siempre querrán ser grandes (y los grandes querrán ser niños de nuevo) pero ese empujón que sienten las niñas, esas ganas de complacer, tan conectada a nuestra adolescencia, esas metas de que el mundo masculino nos vea diferente, es preocupante ¿Qué estamos haciendo mal en Medellín para que la niñez no se pueda disfrutar en plenitud, para que siempre queramos estar más allá que acá? ¿Por qué les estamos fallando a las niñas al imponer ilusiones de inocencia y alentarlas a que las quiebren por el placer de los demás? ¿Qué estamos haciendo mal para que las niñas maduren biche?
Ojalá hubiera podido extender mi niñez. En mi casa todos intentaron hacer lo que pudieron para que no sintiera tanto afán, pero de las puertas para afuera sentía la presión de una sociedad que no acepta un intermedio entre una niñez pura y una adolescencia sexualizada y complaciente. Ojalá alguien me hubiera dicho que entre más crecemos más se complican las cosas, y ojalá me hubieran explicado que la vida realmente no tiene reglas, que al final siempre vamos a poder tener la libertad de vivir por fuera de las reglas que establecen nuestros hogares.
Espero que más niños puedan seguir siendo niños, y que el impacto que tiene en las niñas se identifique como la problemática social que es. Y que en vez de publicar trinos, llegue al poder una persona que me de una respuesta ante la madurada biche tan paisa. Porque no es normal, es dolorosa y es social.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/salome-beyer/