Los talleres de ideas

La productividad es una aspiración social que tiene distintas manifestaciones. Queremos que la economía, que los gobiernos, que los equipos de trabajo sean productivos. Los atributos que invocamos cuando hablamos de serlo tienen que ver con la formación de las personas, la incorporación de nuevas tecnologías en las labores diarias, la eficiencia y la velocidad. Pocas veces mencionamos cuestiones como la confianza o la amistad. Creemos que son asuntos menores. Que no son determinantes en la productividad y la eficiencia de los trabajadores. 

Hace un par de años unos compañeros de trabajo se inventaron una metodología a la que llamaron los “talleres de ideas”. El nombre describía unas sesiones creativas en las que se pensaban distintas acciones de cambio comportamental y cultural. Inicialmente los talleres tenían un objetivo muy específico relacionado con retos de cultura ciudadana, pero rápidamente lo que pasaba en ese espacio se consolidó como una forma de operar en general, como una metodología de la función pública.

Los talleres eran una especie de cementerio de ideas. Cada que se citaba a uno había una agenda específica que abordar. Los participantes llegaban preparados para poner sus pensamientos en común. La tarea de los demás era problematizar o apoyar la opinión de los otros. A menudo estos juicios eran bastante categóricos: “ni por el putas podemos hacer eso” “que es eso tan horrible” y demás frases descalificadoras. La idea que lograba sobrevivir a las sentencias de los demás era la que finalmente se realizaba.

Cuando alguien no estaba de acuerdo, o encontraba un hueco, se volvía a considerar la pertinencia de avanzar en ese sentido. En estas reuniones no hablaban las personas, lo hacían los argumentos y las ideas. Por eso poco importaba quién estaba hablando, si lo hacía un directivo o un practicante. Todo pensamiento tenía el mismo valor y se consideraba bajo criterios de rigurosidad conceptual, ingenio, creatividad y belleza. Esto era lo que permitía los juicios descarnados, el ataque a muerte a las ideas. Cuando alguien decía “eso está horrible” no se sentía como una agresión personal. Se entendía que las objeciones eran con las ideas y no con las personas.

La horizontalidad de estas sesiones creativas se extendió hacia lo demás. Muy pocas decisiones en esa dependencia se tomaban por fuera del consenso del equipo de trabajo. Esa forma de proceder fue un esteroide para la confianza y la amistad. La productividad a la que se llegó a partir de esa metodología fue extraordinaria. La horizontalidad, el consenso y la confianza siguieron siendo la forma de proceder de muchos de los que participaron en estos espacios incluso en otros trabajos. Los talleres de ideas fueron (y son) una metodología que rechaza la vanidad de las jerarquías, que acoge la importancia de la acción colectiva y del consenso. La gestión pública en Colombia necesita más de esta forma de trabajo, de aumentar la productividad vía confianza y amistad.        

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-pablo-trujillo/

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