Jorge abre los ojos de golpe.
Suda frío, el corazón le retumba como si quisiera escapar primero que él. El reloj marca 2:50 de la mañana. Dentro de seis horas tiene que enfrentar a la junta directiva y, otra vez, dar malas noticias.
Las últimas semanas fueron una tormenta: olvidó su aniversario, no llegó al grado de su hija, dejó vencer la factura del celular. El médico le advirtió que su salud está al límite. Quisiera rendirse, pero no puede. No porque le falten fuerzas, sino porque cientos de personas dependen de que mañana esté de pie, tomando decisiones, resistiendo la tormenta.
Jorge no es cualquier hombre con insomnio. Es el gerente de un hospital que atiende a 590 pacientes, y detrás de cada paciente, una familia. Cuando piensa en correr, en dejarlo todo, lo frena esa imagen: la de miles de rostros que esperan que él no falle.
Ese sacrificio invisible no es solo suyo. El de Marta, que sigue de pie frente a sus estudiantes aunque la fatiga y la falta de recursos sean parte de su día a día.
El de Francisco, que no detiene la obra para que decenas de obreros sigan llevando pan a casa, aun cuando eso significa pedir préstamos, asumir riesgos personales y cargar con deudas que quizás tardará años en pagar.
El de Manuela, que pasa noches en vela buscando planes de financiación o la manera de reestructurar su deuda para evitar que la empresa se hunda.
El de Felipe, que estudia y trabaja al mismo tiempo, haciendo cuentas cada mes para poder pagar la nueva cuota sin el subsidio del ICETEX.
El de Sara, la enfermera que, aun sin recibir sueldo desde hace tres meses, cumple cada turno con la misma vocación de siempre, porque sabe que detrás de cada paciente hay una vida que no puede esperar.
Son los que entienden su responsabilidad, los que saben que de ellos dependen muchos.
Y, sin embargo, mientras ellos cargan el peso de un país en crisis, en los salones de alfombra y en las tarimas abundan otros: personajes sin mérito, sin mesura, sin grandeza. Payasos que confunden liderazgo con espectáculo, que recurren a juegos sucios para mantenerse, que buscan beneficios y privilegios personales, que creen merecerlo todo solo por estar ahí. Los que olvidan —o nunca entendieron— que ser servidores públicos significa, justamente, servir al público.
Es un contraste doloroso.
De un lado, los que sacrifican su vida personal, su salud y hasta sus sueños para mantener las cosas funcionando.
Del otro, quienes reducen la seriedad del cargo público a ocurrencias, improvisaciones y promesas huecas.
El país no se sostiene gracias a ellos, sino a pesar de ellos.
Se sostiene por los miles de Jorges, Martas, Franciscos, Manuelas, Felipes y Saras que, sin reflectores ni discursos, mantienen abiertos hospitales, escuelas, empresas, universidades. Los que se levantan cada mañana, incluso después de noches en vela, para hacer lo que debe hacerse. A ellos, este homenaje.
Porque si Colombia aún camina, no es por quienes hoy se disfrazan de poder, sino por quienes, en las madrugadas más oscuras, eligen cargar sobre sus hombros la esperanza de todos.
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