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Salidos de la tierra, como expulsados por la incontinencia del mal que los define y la imposibilidad de redención que los limita. Las páginas de las historias de J.R. Tolkien los presentan como las representaciones del enemigo, los monstruos absolutos y contraposiciones perfectas a la bondad de los elfos y la corruptible, pero en general buena disposición de los humanos. Los orcos llenan las filas de los ejércitos del mal, sus motivaciones no son desconocidas, pero tampoco complejas. Impulsados por odios primarios y maldades sencillas. Su única dimensión es la destrucción, su único rasgo es la perversidad.
Aunque refunfuñara en ocasiones al respecto, Tolkien bien pudo inspirar gran parte de su trabajo en las guerras mundiales, en particular la Primera, en la que luchó en el frente Occidental. Las trincheras, oscuras, profundas y atravesadas de alambres de púas y muerte, son la semilla de Mordor, la terrible tierra del señor oscuro. Los orcos, sus esbirros, bien pueden ser la representación del enemigo, agazapado al otro lado de la tierra de nadie, la visión lejana de una forma borrosa, un casco, una bayoneta que se asoma por el borde de los parapetos, una intención constante de muerte. Un monstruo.
Pero los malvados cotidianos no son extraterrestres o monstruos salidos de circunstancias fantásticas o por capricho de una pretensión de castigo divino. La simplificación del otro, por contrario, terrible, inmoral que lo consideremos, pueden cerrar la puerta de entenderlos. Entender sus acciones, motivaciones, preocupaciones e intereses. Esa comprensión no es menor. Si queremos que menos de ellos hagan el mal que hacen y si queremos que dejen de ocupar una posición de poder, la ignorancia sobre ellos, y la simplificación al monstruo no es más que eso, un obstáculo que nos ponemos a nosotros mismos.
Entenderlos es el primer paso (y yo sumaría con terquedad que el fundamental) para enfrentarlos. Sin eso hay pura especulación, pero peor que eso, hay esa terrible mezcla de certeza e inocencia que lleva a nuevas derrotas. Cabalgando en prejuicios y autoridades morales, caemos también en la ineficacia, y las últimas semanas nos han recordado que ese error puede ser trágico, pagarse en vidas humanas. La tierra se mueve por donde pasan los ejércitos de Mordor.
Al final, los orcos de Tolkien no eran monstruos tan inexplicables. Al contrario, en sus trabajos posteriores que formaban la mitología de su Tierra Media, descubrimos que los orcos eran elfos desfigurados, torturados y corrompidos por el señor del mal para regresar a atormentar a sus hermanos. Los orcos son los mismos elfos, el “mal” no es sino otra versión nuestra a la espera de los malos momentos, del torcido esperado, del camino chueco o de la reivindicación suficiente. Esto no debe llevarnos al relativismo moral, ni mucho menos, pero sí -ojalá- a asumir la necesidad de comprensión e incluso, la empatía básica que nos ayuda a promover normas culturales y entramados legales que eviten la aparición de nuestros orcos.