Llevo semanas preguntándome por la maldad y queriendo que haya infierno. Me pasa cada vez que veo imágenes de niños en Gaza sosteniendo cacerolas vacías en las manos. Y cuando se me aparecen en las noticias las voces y las declaraciones de Netanyahu, Putin, Maduro o Trump. Detallo sus rostros y sus gestos, a veces cínicos y otras ridículos, siempre impasibles.
Franz Stangl dirigió el campo de exterminio más eficiente de la Alemania nazi. Mientras llegaban los vagones atestados de judíos a Treblinka, y los militares los bajaban, los desnudaban y los conducían a latigazos por un embudo hacia las cámaras de gas, con la feliz promesa de “darles un baño”, Stangl “disfrutaba de su almuerzo de carne y verduras frescas cultivadas en su propia casa”. Cuando se lo comía, pasaba a su habitación y tomaba una siesta. Así lo narra John Kekes en su libro Las raíces del mal.
Kekes trata de explicar lo que yo me pregunto: qué les pasa por la cabeza a aquellos que diseñan y ejecutan sistemas para hacer daño, como hoy Netanyahu con el pueblo de Gaza. Responde en el caso de Stangl: ambición. Su hazaña fue psicológicamente posible por la identificación total de sí mismo con la ambición de ascenso y dinero que lo impulsaba. Para eso, se blindó del horror evitando pensar que las miles de personas que asesinaba e incineraba a diario, eran seres humanos.
No es suficiente la respuesta de Kekes porque es tan particular, tan de la psiquis de cada quien… Porque así es la maldad; distinta a aquella con la que obró la junta militar argentina, en la época de las más de diez mil torturas y desapariciones. Los militares ejecutores de entonces, “combinaron motivaciones políticas y personales en sus acciones. Para ellos lo político era personal” (Kekes,136). Para ahogar los gritos, tronaban una y otra vez Si Adelita se fuera con otro, una ranchera cantada a lo gringo por Nat King Cole, como se cuenta en La llamada, de Leila Guerriero.
¿Qué toma Netanyahu para la cena? ¿Respeta el Shabat? Y Maduro: ¿juega dominó? ¿Ve partidos de baseball? Sin duda, todos tienen un sueño tranquilo. O los desvelan caídas de la bolsa, algún amor no correspondido o la simple indigestión.
Eso sí, comparten una incapacidad: la de avergonzarse. En eso se parecen los autócratas del momento, que son distintos a Stangl y a Hitler; a Pinochet y a Videla. A los reyezuelos africanos como Idi Amin o Kadafi, o a los bananeros que leímos en los libros del Boom latinoamericano.
La cuestión de la maldad de los poderosos no es suficiente. No explica. Más bien la pregunta es por el contagio mundial de la autocracia que, por supuesto, viene dada por esa inmunidad moral de la que hablamos, el caradurismo que nos sorprende a cada vez más pocos. Y ahí sí el libro de Anne Applebaum, Autocracia S.A., los dictadores que quieren gobernar el mundo, resulta muy ilustrativo.
Nos encontramos ante dictadores que son parte o dirigen un entramado muy sofisticado de redes empresariales, financieras, militares, tecnológicas (de propaganda y desinformación) que tienen como único fin el saqueo del dinero del Estado y la conservación del poder. A toda costa. Y que entretejen tales hilos entre ellos y con las estructuras comerciales y empresariales de occidente. Mientras Reagan y Clinton en los años noventa cantaban la victoria de haber antojado de libertades a los rusos y a los chinos por la vía del libre comercio y la globalización, los unos y los otros iban haciendo sus disfraces democráticos, mientras escondían sus platas y edificaban sus emporios a expensas de sus estados.
Los nuevos cleptócratas están más unidos que nunca entre ellos y algunos con Estados Unidos, que va recorriendo un camino hacia lo antiliberal. Su oposición a la democracia no es geopolítica, sino estructural en tanto el sistema, basado en la rendición de cuentas, el control del poder, y el cumplimiento de reglas, amenaza su supervivencia e impunidad. Y esos vientos que soplan empiezan a movernos el pelo. Habría que pasar el ramillete de candidatos a la Presidencia por el cedazo de la vocación democrática y el deseo enfermizo de poder. Si así lo hiciéramos tendríamos unos cuantos a los cuales dejar de lado.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-montoya/