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Cuando era niña pasé muchos días en la casa de mi tía paterna. Me encantaba ir a su casa porque allá estaban mis primos mayores, a quienes admiro desde siempre y que a pesar de ser mayores que mi hermano y yo, siempre jugaban con nosotros. De esa casa me gustaba todo pero había dos cosas que para mi curiosidad infantil eran irresistibles: un telescopio y un mapa de Colombia grande y el relieve.
El mapa estaba colgado al lado de la puerta que llevaba al comedor. Además del mapa había un póster de Ciudad Perdida que también me fascinaba. Pasé mucho tiempo con los ojos pegados a esos dos cuadros. El mapa tenía un hueco en el relieve de la Sierra Nevada. Mi explicación era que alguien poco cuidadoso había estripado con su dedo torpe el pico nevado en donde estaba la ciudad de las terrazas. Ese hueco era una advertencia: tenía que ser muy delicada cuando recorriera las cordilleras para sentir los pliegues de las montañas de plástico. Lo hice muchas veces para subir desde el Macizo Colombiano hasta el cañón que al frente de la casa de mi tía se estrechaba tanto que con el telescopio se podían ver con nitidez las manchas de las vacas que pastaban en la montaña del frente. Nunca hice ningún daño.
Me gustan los mapas porque necesito sobreponer capas y escalas para entender el mundo. El del hueco en la Sierra Nevada se perdió en algún trasteo pero es el que tengo colgado en la cabeza para ubicarme cada vez que viajo. Por él sé cuáles son los picos que veo de lejos y puedo saludar por su nombre a la cordillera a la que le trepo el lomo.
Los aviones que salen del Olaya Herrera son los mejores para hacer mapas. Vuelan más bajo y tienen rutas más interesantes. Salen de Medellín y se empinan para escapar de las murallas que la rodean: les dan la dimensión que la costumbre les quita. Cuando tomo un vuelo que sale del aeropuerto de Medellín me voy pegada a la ventana para no perderme ningún detalle de lo que voy a ver abajo. Mis viajes favoritos son hacia el occidente. Los que tienen la promesa del agua verde y tibia de las costas del Chocó y que pasan al lado de los farallones que busco cuando subo por Las Palmas en un día despejado. También me gustan los viajes al norte. Trepar por el cielo para alcanzar la cima del Quitasol y ver cómo se abre el verde oscuro de la Meseta.
Desde arriba y cuando no hay nubes muy pocas cosas pueden ocultarse. Las heridas rojas de la tierra escarbada para buscar oro, los trasquilones que le hacen al bosque para ganar tierra, las ciudades desbordadas y los ríos disciplinados por muros que los contienen. La imagen de un muro enorme que hace que un río caudaloso inunde un cañón estrecho es sobrecogedora. Es fácil sentir rabia y tristeza frente a la visión de un paisaje alterado ¿qué ambiciones nos hacen creer dueños de la naturaleza?
El sentimiento de indignación es cómodo porque le entrega la responsabilidad a otro y nos separa de él. Los mapas de la injusticia se trazan desde lejos y representan un mundo en el que no queremos vivir. Pero así como es imposible ocultar un muro de doscientos metros de altura no se puede esconder el hecho de que la vida a la que estamos acostumbradas es la razón por la que existe. Que también estamos dibujados en los mapas que explican los males del mundo.