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El término influencer se popularizó en el año 2010 con el auge de las redes sociales. Hubo un tiempo en que publicar fotos del fin de semana en Facebook o MySpace no tenía mucha ciencia. Luego llegó Instagram, cuya naturaleza era tomar fotos en el instante. Sin embargo, se convirtió en una herramienta poderosísima de marketing.
El contenido empezó a ser más “consciente” y planeado. La captura espontánea del momento cambió por una imagen bien tomada, con un filtro acorde, y los copys se convirtieron en el dolor de cabeza de los usuarios. Si no tenías un copy interesante o llamativo, tus fotos podían pasar desapercibidas y recibir pocos likes. Lo mismo si no eran muy estéticas. Luego llegaron los famosos hashtags: palabras a las que se les antepone el signo numeral para categorizar temas y tendencias.
Las redes sociales tomaron la forma de las cosas humanas: se volvieron un mercado. Las personas abrieron sus perfiles y empezaron a crear contenido para atraer seguidores, ganar likes y comentarios hasta que Instagram dijo: “necesitamos que tengas engagement”. Conexión emocional con tus seguidores, que tu comunidad sea orgánica y participe de tu contenido. Volvimos a lo que era en un principio, pero con tecnología más sofisticada, aplicando estrategias de mercadeo.
Entonces llegaron los anuncios publicitarios de las empresas. Ya no fue suficiente con ver a tu ex compañera del colegio o de la universidad mostrando cada día todo lo que le mandaban las marcas de ropa, accesorios y zapatos, los restaurantes a los que la invitaban y sus recomendaciones, las fiestas a las que asistía, sino que las marcas encontraron un nuevo y rápido canal de ventas. Todo bien hasta ahí, estoy a favor del libre mercado. Pero algo de la esencia de las redes sociales se perdió en ese momento.
Yo solía seguir cuentas cuyo contenido me parecía valioso por lo segmentado: a la amiga que habla de crianza, al amigo emprendedor, a la conocida que sube recetas deliciosas, al primo de mi prima que habla de finanzas personales, sólo por mencionar algunas.
Pero se volvió una plaza de mercado: quién vende más y a mejor precio, quién habla más y muestra más su vida: lo que come, lo que compra, a dónde viaja, en qué aerolínea, a cuántas clases asisten sus hijos y cómo se comportan en cada etapa de la vida, los trescientos libros que leen al año, más las doscientas cincuenta maratones que corren, más las diecisiete triatlones, las veinticinco ciudades que recorren en un mes en Europa con su respectiva lista de lugares recomendados, y por supuesto, por qué no, uno que otro consejo de vida porque lo que a mí me funciona les funcionará a todos.
Hablan todos igual, dicen las mismas frases, incluso en el mismo tono. Siguen tendencias con audios famosos y hacen los mismos bailes o actuaciones del chiste de turno. Y está bien, maravilloso, si lo que quieren es vender y ganar dinero, no estoy en contra de eso.
Lo que me molesta es la obsesión por la homogeneidad, la falta de un criterio y una voz propia. Y me da pesar. Seguía algunas cuentas que ahora me hastían. Hace cinco años me fui de Twitter porque me parecía una cloaca. Creo que eventualmente me iré de Instagram, porque ya no me siento como una usuaria, sino como una potencial cliente. Y porque los influencers sin voz me mantienen aturdida.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/