Tipos de contenido

Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.
Martín Posada

Los «Faras» y el fin de la diversidad

Te podría interesar

Elige el color del texto

Elige el color del texto

Escuchar artículo
PDF

Si reconociste el término, ayúdame a explicárselo a quien no. Durante mis 15 y 18 años en Medellín existía una especie de fantasma social entre la gente de mi generación en El Poblado. Fantasma que moldeó el comportamiento, la forma de ser, de pensar y de actuar de muchos y muchas, incluyéndome. “Fara” es una especie de categoría, adjetivo o pronombre que recibía (¿o recibe todavía?) una persona que va a las mejores fiestas, conoce a “medio Medellín” y acumula más seguidores en Instagram que amigos de verdad.

No es como que existiera un listado de quiénes eran los faras o las faras, pero uno sí reconocía nombres resonados, casi de famosos, o simplemente revisaba el perfil de Instagram. Entre más seguidores y más likes, más fara era esa persona. Se trata entonces de un estatus que se adquiría a medida que ibas conociendo más y más gente. Una persona no era una fuente de experiencias, pensamientos, conocimientos, pues era, más bien, una fuente de contactos, fotos y seguidores en redes.

Pero ser fara también implicaba un tipo de comportamiento y un perfil concreto. Características que, vistas en retrospectiva, me preocupan. Entre más “lindo” o “linda” fuera una persona, más probabilidades tenía de adquirir ese estatus. Cómo olvidar que en un momento llegaron a existir cuentas de Instagram tituladas “lindas y lindos faras de medallo” o algo así. En ese sentido, el modelo de la popularidad en Medellín se basaba en unos ideales ficticios de belleza. Ideales que le imponen cargas inmensas, en especial, a las mujeres, y terminan desechando personas tan solo por la forma en la que se ven.

A mis 15 años emprendí esa tarea titánica de intentar ser fara en Medellín. Solo tenía mis amigos del colegio, desde preescolar. Sin embargo, los quince son esa etapa donde las fiestas dejan de ser idas a cine, piñatas, cumpleaños de familiares, matrimonios o primeras comuniones y se convierten en espacios de gente como yo. Espacios en los que algunos comienzan a conseguir novias o a tener experiencias que pensaba que se darían después del matrimonio (estudié en un colegio católico, perdón). También aparece el alcohol.

Empecé a conocer gente de otros colegios. Recuerdo que cancelé una salida a comer con mis amigos de toda la vida para ir a celebrar el cumpleaños de una vieja conocida de otro colegio. Allí conocí a varias personas. Estuvimos un rato. Suficiente como para tomar sus contactos y cuentas de Instagram. Recuerdo que subí una historia a Snapchat con ellos y mis amigos me contestaron algo así como “te perdimos”. Tan solo la primera salida.

Sabía que no iba a ser fácil. Tenía pocos seguidores en Instagram, no era fan del alcohol, no había ido a muchas fiestas, era (soy) relativamente bajito, jamás había tenido novia, me gustaba escuchar pop en inglés y me ponía muy nervioso al hablarle a alguien que me gustaba.

A pesar de esas características, seguí saliendo con las nuevas personas que conocí ese día. Entre más planes, más gente conocía. Pensaba que no podía invitar a mis amigos del colegio a ese tipo de planes. ¿Qué tal que pensaran que ellos no eran lo suficiente cool y, por ende, yo tampoco? Yo sí podía serlo, pensaba, así que no sacrificaría esa posibilidad por amigos que no eran faras. Varios viernes después me daría cuenta de que no me perdieron, los perdí.

Varios viernes después, mi vestier se llenó de camisetas de Adidas Originals (y los zapatos blancos con las líneas negras que eran una especie de filtro mínimo), Armani Exchange y relojes ostentosos G-Shock. Mi playlist ahora era únicamente reggaetón y guaracha. Ya me pasaba la “uno y medio” por los lados cuando me motilaba. Nunca bajaba de ahí porque mi papá no lo toleraba. Mi Instagram explotó con seguidores y likes tras subir foto los domingos a las 8 de la noche. Llegaba el lunes al colegio pensando cuál sería la fiesta o el plan del viernes mientras pasaba los descansos pegado al celular revisando los likes y hablando con las personas que iba conociendo de otros colegios cada fin de semana.

Cambié. Compañeros de toda la vida en el colegio me miraban diferente. Con otros ojos. También me hablaban diferente, distantes. Había adquirido una especie de poder al desconectarme de lo que yo realmente era. Al cumplir con los estándares. Hoy trabajo incansablemente para desprenderme de ese falso Martín en el que me convertí. Intento reconectarme con lo que verdaderamente soy.

Conocí a muchísima gente. Gente que, a pesar de que compartimos fiestas, salidas y chismes, ya no hablamos. Pocas de esas personas se convirtieron en amigos de verdad y puedo confiar en ellos. De esos mil seguidores en Instagram que me dejó ese recorrido, hoy hablo con tres. Además, al final, mis mejores amigos volvieron a ser los de mi colegio. Los mismos que en un momento deseché porque su forma de ser no cumplía esa especie de requisitos ficticios expandidos por las redes sociales.

La adolescencia trae consigo, naturalmente, un montón de cambios en los círculos sociales. Sin embargo, no creo que para sobrevivir en esta etapa sea necesario dejar de lado la esencia de cada persona. La apariencia física, los seguidores, las fiestas, la forma de vestir, la forma de hablar, el tipo de música que escuchamos, entre otras cosas, no tienen que convertirse en estándares. Todas esas características conforman la vida misma, hacen parte de nuestra libertad. ¿Cómo ser libres si aplaudimos a quienes encajan en esas categorías y los tratamos como si fueran famosos? Aplaudamos la diversidad y la posibilidad de que cada persona puede encaminar su existencia a su antojo.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/martin-posada/

5/5 - (6 votos)

Te podría interesar