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Si observamos nuestras interacciones cotidianas con ellos, sean nuestros hijos, hermanos, sobrinos, entre otros, solemos partir de una premisa y es que son seres indefensos, incapaces de comprender el mundo que les rodea y sus circunstancias. Cuando les hablamos, nuestra voz cambia de tono hasta ponerse chillona, los obligamos a comer hasta el punto que nos parezca saludable y a jugar lo que suponemos es más divertido y provechoso para ellos; los privamos de la toma de la mayor parte de decisiones y subestimamos todo lo que son capaces de hacer y lograr.
¿Cómo construimos nuestra percepción del yo si no es a través de experimentar nuestro propio cuerpo, pensamientos y habilidades? Basado en lo que un niño hace o deja de hacer de forma repetitiva, su cerebro crea conexiones entre las palabras, los objetos y las emociones; cuando dejamos de confiar en las capacidades de un niño y evitamos que descubra el mundo, estamos causando uno de los mayores daños: privarlo de su propio aprendizaje y crecimiento.
Olvidamos, por ejemplo, que nacemos siendo instintivos y que nuestro propio cuerpo envía señales para entender nuestras primeras necesidades. Durante el momento del nacimiento, nuestro cerebro se parece al de los simios y neardentales, no obstante, nuestra capacidad es tal que éste alcanza hasta el sesenta por ciento de su propio desarrollo a la edad de un año. Aún así vemos personas que tratan a los niños como si fuesen tontos o incapaces de comprender el mundo; más grave aún, que los limitan de convivir con la tierra y el agua, de ensuciarse y probar alimentos distintos, de ver hasta dónde los puede llevar su imaginación y curiosidad, esa capacidad innata que tenemos de intuir las formas en las que deberíamos utilizar el cuerpo, de hallar soluciones a los problemas y descubrir nuestros cinco sentidos.
Esta columna no busca incitar al descuido de los niños ni de abandonarlos sin supervisión alguna; al contrario, es un llamado para facilitarle a cada pequeño humano las herramientas para que busquen por sí mismos respuestas, de retarlos e implantar preguntas en su imaginario; ¿de dónde sale el agua, el sol y la tierra?, ¿qué hace a los niños diferentes de los adultos?, ¿de dónde sale la comida y a dónde nos vamos mientras estamos dormidos?, ¿a qué sabe una comida y cómo identifico un color?
Preguntas que hoy se me hacen obvias en algún momento, fueron todo el centro de mi atención; en mi hogar y guardería se me permitía jugar con pasta seca y en algún momento comí arena, me raspé al correr colinas abajo y entendí por qué nunca debía de pisar un hormiguero o alterar el estado natural de un panal. Hoy, aquellas preguntas han sido reemplazadas por otras igual de complejas, sobre todo, gracias a lo estimulada que me sentí al ser una niña que extendió esa preguntadera durante décadas.
Hoy le agradezco profundamente a la niña que llevo dentro por nunca haberse apagado, y a quienes estuvieron durante mis primeros años de vida, los verdaderos responsables de que mi curiosidad aún siga viva.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/mariana-mora/