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Las llagas que a veces aparecen en la boca después de una mordida u otra herida nos ponen a sufrir. Su color blanco y rojo vivo nos preocupa, principalmente cuando su tamaño aumenta. Una llaga hace más difícil morder, hablar, vivir. Al sentir su inmensidad con la lengua pensamos en el pasado. Recordamos los tiempos en los que no estaba. Esos momentos que parecen tan lejanos como la infancia. Sentimos como si no hubiésemos disfrutado lo suficiente de aquel pasado en que la llaga no estaba.

Escribo sobre esto después de escuchar un comentario de dos extranjeros con los que compartí una caminata por un bosque andino en las últimas semanas. Impactados por el azul del agua, el verde de los árboles, las plantas y las piedras que bordean los ríos y afluentes, estos visitantes del norte resumieron el recorrido con las siguientes palabras: no sabíamos que todavía existía algo así en el mundo.

Pensé entonces que en Colombia vivimos sin llagas. Preocupados por otros temas, por el afán del día a día, dejamos de valorar nuestro presente. Intoxicamos nuestros ríos, dañamos la tierra, contaminamos el aire y sacrificamos miles de especies. Tal vez creemos que existe bicarbonato o enjuague que sane la llaga de la destrucción del territorio en instantes. Esperamos que aparezca para después recordar un pasado lleno de vida. ¿Estamos dispuestos a vivir con una eterna llaga que nos atormente sobre la dicha de un pasado con colores intensos, noches estrelladas, sancochos en el río, agua fresca, caminatas en el bosque o en la selva? Quizás podamos aprender de nuestro cuerpo que es, en últimas, la tierra.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/martin-posada/

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