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María Antonia Rincón

Leonor Esguerra: la fuerza de la convicción en las pequeñas revoluciones cotidianas

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"En medio de la aceleración actual el sentido de las pequeñas revoluciones nos puede llevar por una vía más compleja y genuina de relacionamiento con el mundo, reivindicando la posibilidad de disentir para construir."

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Leonor es colombiana, nacida en 1939 en una familia de la clase alta bogotana. Mencionar que de monja superior del Marymount pasó a ser guerrillera del ELN es reducir su biografía y desconocer que ella, además de testigo, es protagonista de la historia del último siglo de Colombia y América Latina. El camino de Leonor está marcado por una contundente convicción de transformar la realidad. Cuando era monja pretendió educar a las niñas de la clase alta colombiana con sentido de justicia y responsabilidad social, pues serían ellas quienes podrían influir, en el largo plazo, en los próximos dirigentes del país, sus futuros esposos. “Se imaginaba que a través de ellas podría contribuir a evitar esa nueva violencia que se veía venir. ¿Cómo no se iba a levantar la gente si vivía en esas horribles condiciones de hambre y desempleo?”. Pero se topó de frente con lo que Althusser menciona en Ideología y aparatos ideológicos del Estado, y es que “la escuela enseña ciertos tipos de “saber hacer”, pero de manera que aseguren el sometimiento ideológico dominante o el dominio de su práctica”. Así se lo hicieron saber los papás de esas niñas, los representantes de la burguesía y del poder político colombiano, y las jerarquías de la Iglesia Católica. No podía ella, una mujer inteligente y considerada, incitar a las niñas a transformar la sociedad en procura de mejorar las condiciones para los pobres. No podía atreverse a formar mujeres pensantes, que cuestionaran y, sobre todo, que influyeran.

Sus revoluciones educativas fueron noticia (o escándalo) internacional en una época en que los movimientos guerrilleros colombianos se formaban con la intención de transformar la realidad desde la lucha armada. Ella pensó, hasta entonces, que el camino armado no era la salida, sin embargo, sin saberlo, su nombre ya retumbaba en el monte. Resultó siendo convocada por Fabio Vásquez, fundador del ELN, y sin tiempo de parpadear, terminó matriculada como militante de esta guerrilla. Cuando fue consciente de que “por las buenas” no habría forma de modificar la estructura ni la superestructura, y movida por sus convicciones marxistas, decidió permanecer en la lucha durante veinte años.

“Ella luchaba contra la injusticia, contra la miseria, contra los abusos de la clase social dominante, contra el imperialismo yanqui, pero ¿y la situación de las mujeres? ¿será cierto que una vez que el proletariado tenga el poder, se acabará la desigualdad entre hombres y mujeres? Esto no se estaba viendo en los países socialistas; las mujeres participaban en algunas actividades en donde antes no lo hacían, pero seguían siendo maltratadas en sus casas. Su trabajo cotidiano, pesado, desgastador, no era valorado porque simplemente era invisible; las mismas mujeres se encargaban de pasar desapercibidas. Ellas no tomaban las decisiones importantes, las decisiones económicas y políticas”.

Militó con decencia y sin eufemismos. Salió del ELN con la misma convicción con que ingresó. Así, siempre crítica y propositiva, leal a cada momento de su vida. Antes de retirarse le escribía a un compañero “ojalá ustedes tomen en serio y practiquen aquello del análisis científico pues a estas alturas la demagogia irresponsable no encontrará ningún eco”. Palabras y acciones tan necesarias hoy.

Regresó a la vida civil a trabajar por la paz, porque “la lógica de la destrucción acaba involucrando indiscriminadamente no solo a los combatientes sino al resto de la sociedad civil”. Entonces, llena de entusiasmo, lúcida y sabia, siguió trabajando por transformar la realidad.

Seguramente si Leonor fuera maestra hoy en día, más que a las futuras esposas de los dirigentes, estaría educando a seres humanos por el camino de las pequeñas revoluciones pacíficas, cotidianas, profundas. Enseñándonos que para hacer resistencia a la injusticia y a la inequidad tendríamos que recurrir a privilegiar la solidaridad sobre la competencia. A elaborar una renovada conciencia de nuestro ser en el mundo para cuestionar, proponer y hacer. Y no en la vía de la falacia de la igualdad, sino del reconocimiento de la diferencia, de la equidad. Por eso, implica un llamado también para los hombres, para que desde sus condiciones revolucionen el mundo permitiéndose la sensibilidad y las dudas.

La esperanza en esta forma de relacionarnos y de trasformar las realidades no puede ser romántica. Las condiciones de las mujeres siguen siendo difíciles en términos de posibilidades de expresión y realización. Cuando salimos del hogar a trabajar, a muchas les toca asumir una doble jornada, porque el regresar a casa les corresponden las tareas de cuidado y crianza. Los salarios siguen siendo inferiores a los de los hombres y la representatividad en ámbitos de dirección y poder es aún insuficiente. Somos víctimas de acoso y abuso sexual en los ambientes domésticos, laborales y sociales.

En medio de la aceleración actual el sentido de las pequeñas revoluciones nos puede llevar por una vía más compleja y genuina de relacionamiento con el mundo, reivindicando la posibilidad de disentir para construir. Son posibles, y tal vez más útiles, las pequeñas revoluciones cotidianas que desde adentro y desde afuera del sistema generen resistencia y avance: transformación. Esto, impulsado por las mujeres que consientes de sí y para sí abracen a la humanidad y a la naturaleza. Mujeres críticas, que reivindican su lugar en el mundo como madres, profesionales, escritoras, intelectuales, científicas, filósofas, artistas, líderes, obreras, campesinas, empresarias… capaces de mover el mundo y de “asumir la responsabilidad política e histórica” que nos corresponde.

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