La experiencia no se improvisa, dicen. De acuerdo. Tampoco garantiza nada, agrego. Hay personas que no tienen veinte o treinta años de experiencia, sino un año repetido tantas o más veces, como algunos docentes de formación básica y hasta de universidades. De fondo, no mejoran; a veces, incluso, empeoran o no cambian al ritmo que exigen los tiempos.
Similar a la experiencia, pasa con otros requisitos que se exigen para ciertos cargos, como títulos académicos o experiencia internacional. Algunos han pasado por los doctorados o recorrido el mundo, pero ni los doctorados ni el mundo han pasado por ellos. Hay mucho “enciclopedismo muerto”, como decía el gran Ernesto Sábato.
Ni la experiencia, ni los títulos ni los viajes garantizan el conocimiento y menos la sabiduría, que, en términos simples, es el conocimiento refinado y utilizado para vivir y convivir mejor, lo cual, implica, por supuesto, el cuidado de la naturaleza, del planeta, que es el organismo de organismos, nuestra casa común.
Hay gente muy ilustrada, pero inculta –en el sentido de cultivarse y tener arraigo– y de dudosa sabiduría, como hay personas incluso iletradas, campesinos e indígenas, entre ellos, que son profundamente sabias, gracias a su actitud reflexiva y a su vocación de cuidarse y cuidar cuanto existe.
Las vías al conocimiento son múltiples: la ciencia, la filosofía, la experiencia, el esoterismo, entre otras posibilidades. Pero ninguna, sin reflexión y un mínimo de coherencia vital, conducen a la sabiduría. Y para eso, suele necesitarse años.
Con estas claridades, retomo la idea inicial y el título de esta columna.
Si bien los años y la experiencia no garantizan ni la sabiduría ni la eficiencia ni la eficacia de un alto dirigente, la dimensión e impacto de sus actos y decisiones sí exigen, casi siempre, un recorrido vital, que le permita intuir los efectos de las mismas en ellos, en las demás personas, en las entidades que lideran y en la sociedad en general.
La alta dirección exige normalmente pensar rápido y bien a la vez, y esa virtud es escaza en la gente joven, que, por la misma edad, no tiene el acervo cultural de las personas mayores, para no estar repitiendo los mismos errores históricos.
Uno de los indicadores de la inteligencia es, precisamente, la capacidad de escarmentar en cabeza ajena: por ejemplo, no hay que ser narco para saber que eso no conduce a una vida gratificante. Tampoco se requiere probar el poder, para saber que, si su uso desgasta, su abuso corroe y corrompe. Y cuando se tiene demasiado, embriaga o por lo menos marea.
Para la muestra Laura Sarabia. ¿Qué se podría esperar de una persona que con apenas veintiocho (28) años cumplidos ya era la jefe de despacho o gabinete de la Presidencia de República?, y con 22, ¡“asesora del Partido de la U”! Ahora, con 30, es la nueva Canciller de Colombia. Son tan irresponsables quienes la pusieron en esos puestos como ella al aceptarlos.
Hay excepciones que confirman la regla, como Luis Carlos Galán, que a los 27 años fue ministro de Educación. Y así, ha habido otros casos y podrá haber más.
Considero, y propongo, sin embargo, que para los principales cargos de liderazgo o influencia de una sociedad se exija, además de los requisitos propios del mismo, un mínimo de edad. Para ser ministro se debería exigir mínimo 40 años. Pero en Colombia, según el artículo 191 de la Constitución solo se exigen 30 para ser presidente. O sea que Laura (¿Laurita?) ya podría ser presidenta.
Sugiero, incluso, que también se aplique a instituciones como las universidades, y, más allá, al sector privado, especialmente a los gremios y grandes empresas. Ahora no me vengan con el cuanto de que eso es asunto de ellos, porque normalmente los yerros y pérdidas del sector privado los paga la sociedad en general: se externalizan pasando de agente en agente hasta que lleguen al ciudadano de a pie.
Ahora, ¿cómo gestionar las excepciones, dado que hay jóvenes brillantes que piensan rápido y bien a la vez? Con un riguroso examen de capacidades, en el que la persona demuestre cómo suplir la experiencia exigida. Y, aun así, habría que pensarlo dos veces. El director de este medio es uno de esos jóvenes excepcionales, pero todavía pienso que le faltaría para ministro y creo que ni él mismo lo aceptaría: tentación en la que pocos no caerían.
Ahora no me vengan a decir que hay jóvenes mejores gestores que muchos otros mayores, porque, aunque tengan razón, ese no es el punto, ya que no se trata de nivelar por lo bajo. La mayoría de nuestros mejores líderes mayores, reconocen que cometieron de o por juventud.
Parece trivial el tema, pero el impacto de las decisiones tomadas por causas asociadas a la edad no es menor. Los orientales, entre los que los japoneses son ejemplos, han demostrado la importancia de la experiencia y su relación con la sabiduría. Por ende, las principales instituciones de una sociedad las deberían manejar los sabios, y las decisiones más importantes, tomarlas ellos. Regular la mayoría de edad para los altos dirigentes, sin duda, mejoraría nuestra dirigencia y, por ende, nuestra sociedad. Cuando menos, nos libraría de muchas lauras sarabias o simones gavirias, lo que no es poco.
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