Escuchar artículo

La semana pasada escribí sobre la travesía que fue para mi familia y para mí llegar a Glubczyce, el pueblo en Polonia de donde era mi bisabuelo, que huyó a Colombia justo antes de que empezara la Segunda Guerra Mundial. Nos llevó una extraña, una mujer con la que intercambiamos palabras a través de la pantalla del celular.

Nos dijeron que el pueblo no fue “tan afectado” por la guerra. No hubo bombas, ni campos de concentración tan cerca. Pero sí hubo hambre. Las personas sí tuvieron que sufrir después del Tratado de Versalles, en el que los aliados de la Primera Guerra Mundial culparon a Alemania por el conflicto, y la hiperinflación que le siguió a las reparaciones que debían pagar destruyó cualquier comodidad que existiera en Alemania, donde Glubczyce estaba ubicado en ese momento. En 1938, durante la Kristallnacht o la noche de los cristales rotos, destruyeron la sinagoga, que estaba ubicada en la misma cuadra que la iglesia cristiana. Esa iglesia sigue en pie.

No esperaba volver a escribir sobre esta experiencia. No esperaba que me llegaran mensajes pidiendo más; detalles, horas, fechas, explicaciones. Pero fue ahí donde entendí que nuestra historia familiar- mi historia- no necesariamente es personal. Lo que vivimos en Glubczyce, más allá de ser la historia de la familia Beyer, se trata de la necesidad humana de reconocer y recuperar nuestras raíces. Me di cuenta de que algo tan simple como saber de dónde venimos nos puede ayudar a encontrar la respuesta al para qué estamos aquí. Entonces, escribo.

Nos recibió un calor inesperado. Viviendo en Edimburgo, ya me había acostumbrado a la brisa fría del polo norte, incluso en los días soleados, entonces fue una sorpresa encontrarme con un sol infernal en Polonia. Entramos las maletas a los cuartos del hotel, y nos dimos cuenta de que éramos los únicos huéspedes.

Al otro día estábamos a las diez en punto parados en la entrada del museo de la ciudad, con el que mi tío ya había intercambiado varios correos electrónicos. Nos habían asegurado que Isabela, una arqueóloga que hablaba inglés, nos iba a hacer el recorrido por el museo y por la ciudad. En la pared del primer piso del museo había cascos, pistolas y rifles, que reconocí por sus logos como pertenencias de soldados de la Luftwaffe y de la Schutzstaffel.

Isabela nos contó que las porcelanas exhibidas en las vitrinas habían sido encontradas en excavaciones arqueológicas de varias casas de la zona. “Las personas pensaban que su partida sería momentánea. Pensaban que podrían regresar a sus hogares luego de la guerra y que, si escondían sus pertenencias, podrían volver a ellas una vez estuvieran fuera de peligro.” Evidentemente, no volvieron, por lo que se encontraron varias décadas después debajo de los suelos de los hogares que habían sido ocupados por personas con esperanza.

No pude contener el llanto al pensar que fueron las manos de mis antepasados las que cogieron platos, jarrones y pocillos de porcelana, y los escondieron debajo del suelo, esperando un pronto regreso. Objetos mundanos, sin mucho valor aparente, se transformaron ante mis ojos en talismanes del regreso. Y claro, dicen que lo último que se pierde es la esperanza, pero ahora creo que ésta dura hasta que no queda nada más. Y cuando ya no se tiene más que la esperanza, es fácil convertirla en desesperación.

Isabela nos mostró la botella de la cervecería Beyer, exhibida en una vitrina. Creo que como yo había sido la que más preguntas le había hecho, y además le había contado que estudiaba historia, me la entregó primero. La tomé entre mis manos y con mis dedos tracé las letras ‘E. BEYER’, Eduard Beyer, mi tatarabuelo. Todos llegamos a sostenerla; por turnos nos la íbamos pasando de una mano a la otra y a casi todos se nos escapó una que otra lágrima.

La inflación después de la Primera Guerra Mundial llevó a mi familia a la ruina. Lo que una vez fue una cervecería que abastecía a toda la región fue vendida en medio de la necesidad. Hoy es el gobierno quien administra la propiedad, un edificio que aún conserva el esqueleto de la chimenea pero que ha quedado completamente expuesto al sol y al agua. Recorrimos el lindero, y vimos lo que alguna vez fue el negocio familiar a través de la malla metálica que lo bordea.

También pasamos por lo que había sido la casa de la familia, aunque ahora es un edificio de apartamentos. Adentro, el marco de la puerta original, azul celeste, sigue intacto, aunque algunos de sus vitrales están rotos. Nos encontramos con una mujer que vive allí, y nos contó que recuerda a su madre hablar de los jardines de la mansión, que se expandían por toda la parte de atrás donde hoy quedan sastrerías, mercados y carreteras.

Y cuando llegamos a la fuente, la misma que años atrás había encontrado por Google Maps, nos sentamos en las bancas que la rodean. Vimos un aviso que contaba su historia, diciendo que Eduard Beyer la había comisionado, y observamos a un dragón de komodo, una tortuga, un león marino, un hipopótamo, un oso y una foca en piedra tirando agua por los agujeros que tienen tallados en las narices, las bocas.

He escrito también en No Apto sobre cómo soy el resultado de guerra y genocidio; Alemania y Colombia realmente comparten tristezas, cargas, y dolor. Comparten muchos años en guerra, muchos fusiles y fuerzas militares, comparten procesos de paz fallidos, y reconstrucciones sociales a medias. Y, aunque los colombianos bien sabemos que a esto no se reduce nuestro país (aunque los medios y los programas de televisión internacionales crean que sí), nunca había podido ver el pasado de mi familia alemana como algo bonito.

Las únicas historias que había escuchado hablaban de desplazamiento transatlántico, falta de oportunidades, xenofobia cuando el mundo entero odiaba hasta a los alemanes que habían huido del nazismo. Había escuchado historias de pisos de tierra en hogares primerizos, de estrés postraumático, de tener que alquilar identidades para poder conseguir trabajo, del no retorno al hogar, de la fragmentación familiar, de hermanos que fueron separados o por la muerte o por circunstancias desafortunadas.

Pero no había conocido los años bonitos de mi familia. No había pensado que habían celebrado navidades, cumpleaños y matrimonios; que habían sido anfitriones de bailes o construido un legado cervecero que hoy mi tío está recuperando a través de Beyer Bru en Medellín. No había pensado en que varias mujeres de la familia Beyer habían asistido a la universidad, en pleno siglo XIX, para ser doctoras. No había pensado en mi bisabuelo como un hombre que utilizó cada oportunidad que se le presentó para formar una vida al otro lado del Atlántico, para educar a sus hijos y nietos a ser trabajadores y generosos.

Entonces tomo esto como una oportunidad para rectificar lo que había dicho en una columna hace varias semanas ya. Sí, claro, guerra y genocidio por ambos lados. Pero también música, emprendimiento, goce y amor desenfrenado por ambos lados. Mis raíces en Glubczyce me enseñaron que las historias se rescatan, se comparten y se aprenden, y que ante cada infortunio sí está también la posibilidad de surgir de nuevo. Si no para hoy, para el mañana. Y si no para esta generación, para las que siguen.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/

4.9/5 - (12 votos)

Compartir

Te podría interesar