“No hablemos de política ni de religión”, todo parte de ahí. Evitamos hablar de dos asuntos fundamentales para la existencia: la política, que nos compete a todos; y la religión —o la espiritualidad—, que finalmente es la manera como procesamos la vida, el vacío denso e incomprensible de la muerte y que para cada persona tiene significados diferentes. Les dejamos al azar o al silencio todo, porque es mejor quedarnos callados y no propiciar una confrontación. Desde el hogar, en el colegio, en las reuniones familiares, en los espacios de trabajo, casi siempre: “No alborotemos el avispero”.
Pero llega alguien que sí lo hace, que propone una conversación nueva, una idea que no se enmarca en lo bueno, ni en lo malo. Que se sale de lo maniqueo que tanto nos gusta: o estás conmigo o contra mí, o me apoyas o no, o te amo o te odio. Nunca un debate con altura fuera del espectro de lo extremo, que es también lo más simple. La facilidad de meter en un cajón cada asunto con una etiqueta y dejarlo ahí guardado, sin el mínimo permiso de asomarse para cambiar o para descubrir algo nuevo. Nuevamente: “Mijta, mejor quédese callada”, “No le vayan a contar a la abuela esto, porque se nos muere”, “¿Para qué te pones a hablar de eso? Te buscaste que te insulten”. La violencia siempre es la respuesta, y peor aún: parece ser la correcta, la aceptada. Lo que está bien es la reacción desmedida e impulsiva contra las ideas del otro, lo normal. La descalificación es el arma, el insulto como argumento.
El anormal es quien alza la mano y pregunta ¿qué tal si cambiamos la mirada? El que dice: esto no me parece tan así, ni tan blanco ni tan negro. Ese es el loco, el desquiciado, el que se cree intelectual o un sabelotodo, el soñador. Y a esos no los quiere nadie, hay que eliminarlos, porque nos amplían la conversación, nos obligan a pensar, y eso sí que nos da pereza. Mejor que nadie piense, así estamos mejor.
Vivimos encasillados en los estándares que hace años creamos, como si no pudieran cambiar; transmitimos de generación en generación los refranes clichés y desprovistos de significado como si fueran verdades irrefutables y que aplican para todo el mundo. No sé cuántas veces me he quedado callada por no ofender o incomodar a alguien, y en cambio cuento con los dedos las veces en los que he propiciado temas incómodos y polémicos (que además no deberían serlo, pues son temas humanos) y he recibido un: “No hablemos de eso aquí, mejor” o “¿Qué esperabas? Que te dieran un abrazo por lo que dijiste” No necesito abrazos, ni flores, ni tampoco que me digan que tengo la razón, quiero conversar. Se lo digo a mi esposo todo el tiempo: en unos años, con el cuerpo árido y gastado, con la energía a punto de apagarse, con la mirada fija en todo lo que ya hicimos y cumplimos y con pocas ganas de conquistar nuevos retos, solo nos va a quedar la conversación, cultivémosla. Pero tiene que salir de ahí, de la esfera de lo privado e íntimo y trascender fronteras, las físicas, las digitales.
A menudo escucho a mis amigos decir “Es que las redes son horribles porque solo hay odio”. No son las redes, son el uso que los humanos les damos a esas herramientas poderosas de transformación social y de comunicación orgánica. El odio es el que vive en nosotros, la violencia es a la que le damos prioridad, porque es lo “normal” lo que funciona. No tenemos que ser esclavos de nuestras palabras, como nos enseñaron. Podemos hablar de política y de religión, de sexo, de diversidad de género, de feminismo, de alimentación, de traumas de la infancia, de situaciones difíciles y dolorosas, de episodios de rabia y angustia, de depresión y ansiedad, del cambio climático, de arte y de cultura, de errores y de aciertos, podemos y debemos procesar todos esos asuntos sin recurrir a la violencia, esa respuesta automatizada que llevamos dentro.
Y si alguien no quiere hablar de algo, está bien, pero no permitamos que las voces de quienes alzan la mano y preguntan y cuestionan se apaguen o se pierdan en el amasijo de esas otras que no están preparadas para escuchar, ni para conversar.