“En aquellos lugares donde las armas forman parte de la cultura viril la política se escribe con sangre.” David Trueba.
Cuando un extranjero describe a Colombia como un paraíso o un colombiano dice que es el mejor país del mundo me asombro. En el caso de los extranjeros me alegran sus impresiones positivas, pero no puedo evitar recibirlas con el escepticismo de quien conoce más a fondo aquello de lo que otros hablan bajo los encantos de un atardecer de verano en un lugar que tiene el invierno en el alma.
Claro que quiero a mi Colombia y que alucino con aspectos como su naturaleza descomunal, pero desde mi forma de ver la vida un lugar que tiene la violencia enraizada de esta manera es muy difícil de exaltar. La desigualdad extrema como costumbre, la normalización de la amenaza, del vivo, del usted no sabe quién soy yo, de la justicia por mano propia, del insulto permanente, del odio al diferente, de las armas, esa facilidad para matar (y el deseo de que maten al odiado), esa ceguera ante la cual no todas las vidas son iguales ni valen lo mismo, ese desprecio por lo público y la veneración de lo privado, ese escándalo ante el sufrimiento de unas pocas vidas privilegiadas y esa indiferencia tan atroz ante el padecimiento y la angustia permanente de millones de vidas invisibles, esa capacidad de destacarse internacionalmente por defender lo indefendible (como votar contra la paz o sacar banderas de Israel cuando el mundo entero clama ante el horror en Palestina), ese miedo que no se va nunca, todo eso a mí me le crea un abismo infranqueable a la calidez y la belleza.
Si alguna vez Colombia quiere personificar verdaderamente el alma de su selva exuberante, si quiere que su abundante sol ilumine la vida y no la sangre, ser símbolo de gente buena no por verraca ni por emprendedora ni por viva, sino por humana, por decente, por justa, por lúcida, por su mirada profunda enriquecida a partir de una diversidad que posibilite mundos interiores lo suficientemente amplios como para que quepamos todos, como para que el respeto y la compasión y la empatía primen sobre la ansiedad por la ventaja y el poder y la riqueza; si Colombia persigue eso, su belleza podrá brillar y será real, y entonces sí, podremos sentir que es una verdadera fortuna haber nacido en este pedazo de tierra entre océanos y selvas y bosques y desiertos y páramos e incontables especies de aves. Entre gente capaz de humanizar su pasión.
Para eso debemos dejar de elegir —y de respetar— solo lo que nos conviene particularmente, de aullar solo cuando los dolores nos resultan inauditos porque nos rozan, callando de la manera más hipócrita ante heridas innombrables que nos resbalan por ajenas. Parece que la hondísima vulnerabilidad social es invisible a muchos ojos. ¿De qué no se han dado cuenta quienes se sorprenden de que un niño acepte matar por plata? Hay que saber que cuando le dices a tu hijo que odie al presidente por guerrillero, cuando le enseñas a estigmatizar a minorías o le resaltas un solo modelo de familia, cuando le transmites que hay una sola visión de la vida y que los demás están equivocados y personifican el mal, contribuyes activamente a la violencia sistemática y enfermiza de la Colombia que tanto dices querer (el escalofriante intento de asesinato de un candidato presidencial no es sino el reflejo de esa necesidad de eliminar al que piensa diferente). Estás apostando por nuevas generaciones en las que florezca el odio como garantía de una sociedad inviable. No comparto la política de Gustavo Petro ni las ideas del senador Miguel Uribe, pero las sé necesarias en la conversación y, sobre todo, sé que sus vidas —como la de cualquier colombiano, que es además el corazón de una familia— son sagradas y tienen idéntico valor. Enseñémonos mutuamente que la diversidad y la diferencia son naturales, imprescindibles, urgentes, y que solo abrazándolas podremos ser una verdadera nación, vivir juntos admirando y protegiendo la belleza en vez de desangrarla. Porque la belleza no es solo la que se nos parece ni la que nos resulta conocida.
Recordó Manuel Jabois una escena de una lectura en la que “la mujer le quita al hombre una miga de pan de la barbilla mientras discuten, y cómo en ese gesto se reúne todo el amor de una vida: hasta en la guerra y en el desgaste y quizá el odio, hay algo que todavía late y tiene que ver con la dignidad”. Sin una mínima dignidad generalizada no hay sociedad que aguante. Mucho menos, paz.
Se publicó un estudio sobre los efectos de los relatos y el folklore en las sociedades que resalta el ejemplo de Alemania, Finlandia y Suecia, en donde, históricamente, en los cuentos los pícaros jamás ganaban. El cambio de narrativa en Colombia es de vida o muerte. Ojalá sea este el momento en que miremos dentro, no para buscar más odio, sino para limpiarlo a fondo, reconociéndolo como semilla del veneno, ancla al pasado, germen de la tristeza eterna.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/