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Hay quienes señalan que la educación superior está en crisis en todo el mundo. De hecho, se viene hablando de esto desde antes de la pandemia, sobre todo por la reducción en las matrículas y los aumentos en la deserción. La crisis no es solo en Colombia. Las universidades, en todo el mundo, están perdiendo lentamente el protagonismo en los campos de la formación y de la investigación: la internet favoreció el acceso al conocimiento y las empresas privadas invierten cada vez más en I+D.
La irrupción de la ‘cuarta revolución industrial’ parece estar haciendo mella en la concepción tradicional de la universidad. No deja de ser paradójico, en todo caso, que sin las universidades no habría sido posible el profuso catálogo de tecnologías emergentes que están transformando nuestras vidas a un ritmo tan acelerado. En este escenario las universidades deberían alejarse del rol reaccionario al que son empujadas por grupos de interés que ven amenazados sus privilegios.
En Colombia, la discusión pública parece estar abordando los temas de hace unas décadas. Por ejemplo, la semana pasada, el Congreso de la República aprobó la matrícula cero, o gratuidad, para los estudiantes de las instituciones de educación superior de carácter estatal; una lucha de décadas del movimiento estudiantil que supone un pequeño alivio a los más pobres pero que al mismo tiempo acentúa los privilegios de quienes ‘teniendo con qué’ ya no tendrán que pagar.
Puede que la medida de gratuidad constituya un incentivo al acceso a la educación superior, pero se queda a medio camino. Si como sociedad no hacemos un esfuerzo sustancial por aumentar la cobertura con calidad, este tipo de medidas seguirán siendo un privilegio para unos pocos; si no logramos que disminuya la deserción en la secundaria y en la media, no lograremos que lleguen a beneficiarse de la supuesta movilidad social quienes más lo necesitan; si no logramos que la educación básica y media oficial mejor su calidad, seguirán beneficiándose de la matrícula cero quienes tuvieron para pagar una educación de mejor calidad.
Digo “supuesta movilidad social”, porque el paradigma también está haciendo crisis. Programas académicos rígidos, que duran cinco o seis años por lo menos, resultan poco estimulantes en un contexto social emergente en el que aparecen otro tipo de ofertas formativas mucho más flexibles, de menor duración y que al parecer conectan de una mejor manera con las expectativas de los jóvenes.
Vale la pena entablar una conversación profunda con los jóvenes alrededor de sus expectativas en cuanto a su relación con el conocimiento, que oriente el necesario y urgente proceso de transformación de la educación superior pública en el país. Por supuesto que el movimiento estudiantil debe ser un actor fundamental en el diálogo, pero también deben serlo los millones de jóvenes excluidos del sistema educativo, que fueron desertando a lo largo de la primaria, la secundaria y la media y a quienes el tema de la matricula cero, por ejemplo, no los beneficia y miles interesa.
En muchos sentidos, en materia de educación superior, es como si estuviésemos ante un caso del denominado ‘sesgo de supervivencia’ planteado por Abraham Wald durante la segunda guerra mundial. No estamos escuchando a todo el mundo. Nos estamos concentrando solo en los supervivientes.
El escenario de dicha conversación deberían ser los campus universitarios que lamentablemente hemos segregado espacialmente, con rejas, desde hace algunas décadas. La universidad pública le pertenece a su comunidad académica, pero al mismo tiempo le pertenece a una sociedad diversa y plural. La autonomía universitaria no puede ser malinterpretada como la condición para preservar privilegios de unos cuantos que se atribuyen la vocería de quienes no tienen voz.
¿Qué quieren aprender quienes no van a la universidad?
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/miguel-silva/