La trampa de la polarización

Los polarizadores se salieron con la suya: terminaron polarizándonos en torno a la polarización. Caímos en su trampa. Ahora dividen al país entre los que polarizan y los que no: entre los que tienen un discurso extremista y los moderados, que son ellos, claro, los que llaman a desarmar y desescalar el lenguaje, el discurso y hasta la psiquis.

Lo plantean como si fuera el principal problema de este país. La forma que terminó siendo el fondo de todo. Además de políticos, líderes y oportunistas de turno, gran parte de los columnistas están –estamos– hablando del tema: es la moda en la opinión. Las columnas parecen calcadas, como las mentes y las mentalidades. Y eso que estamos hablando de la masa crítica del país; de los que más influyen en esa nebulosa llamada opinión pública.

Es cierto que desde hace años es uno de los males que nos corroe: el circo que se ha convertido en el pan nuestro de cada día. Yo mismo he escrito varias columnas en este medio sobre el tema. Nos sobran razones para preocuparnos y ocuparnos de la polarización. La coyuntura también lo amerita: el vil y abominable intento de magnicidio contra Miguel Uribe Turbay, el exterminio sistemático de líderes sociales – menos famosos, pero igual de valiosos que Miguel –, la escalada terrorista de los últimos días y la sistemática degradación del debate público, son, entre otros muchos, motivos de alerta máxima con este ambiente de crispación.

Pero de ahí a creer que este es nuestro mal mayor y que la solución está en consejos, llamados o acuerdos para moderar los ánimos y el lenguaje hay mucha diferencia. Lo primero es miopía y lo segundo ingenuidad, con algunas dosis de insensibilidad y cinismo.

La polarización es, ante todo, una cortina de humo que nos impide ver, hablar o ahondar en nuestro males más profundos y estructurales, que son, en su orden: 1) las desigualdades sociales, con sus respectivas exclusiones, económicas y simbólicas, en una palabra, la injusticia; y 2) la corrupción, que escala a una velocidad mayor que la polarización que la encubre, porque al final del día todos los corruptos se declaran perseguidos y víctimas de sus opositores.

Según un informe del Banco Mundial del año pasado, Colombia es el tercer país más desigual del mundo en términos económicos, con un puntaje de 54,8 en el coeficiente de Gini; solo Sudáfrica y Namibia nos superan, con 63 y 59,1 puntos, respectivamente, Violento el dato y violenta la realidad. Si a eso se le suma la pobreza monetaria en la que están sumergida una tercera parte de los colombianos, con base en la miserable cifra con la cual se calcula –por encima de $435.000 mensuales ya no se es pobre en Colombia– la polarización económica es más honda y violenta que la verbal.

Pocos temas tan políticos como la economía, de ahí que las inequidades económicas generen o traigan consigo una cantidad de exclusiones simbólicas que hacen que la gente viva con miedo, no solo ni principalmente a los temas de orden público, como creen los abanderados de la seguridad física como el bien más preciado de los ciudadanos, sino, ante todo, de no ser reconocidos como individuos, como seres únicos e irrepetibles, que es el anhelo más grande todo ser humano. La exclusión, económica o simbólica, siempre será humillante, y es la principal forma de violencia que una sociedad le infringe a uno de sus miembros.

La corrupción, la otra gran peste nuestra, está estrechamente ligada a la inequidad económica. Por una parte, porque desangra las finanzas de un país, no solo las públicas, ya que aquí hay negocios en los negocios, que, más temprano que tarde, le terminan pasando la cuenta de cobro (las pérdidas) a la sociedad en general. Con los niveles de impunidad y polarización que tenemos las responsabilidades se diluyen. Por otra, porque buena parte de los grandes capitales de este país se hicieron corrupción mediante, en contubernio con los políticos de turno. Los Sarmiento, los Santodomingo y los Ardila, para citar los más representativos, además de trabajadores y visionarios, tienen todos expedientes de negocios non sanctos, así algunas de sus fechorías estén legalizadas.

He sido, soy y seré un abanderado de la lucha contra la polarización, pero sin ingenuidad, sin desconocer sus causas objetivas, a lo cual le dediqué, además de esta, otra columna aquí; sin soluciones cosméticas, basadas en sobresimplificaciones de la realidad, como los llamados a desarmar el lenguaje mientras las otras formas de lucha, armadas y económicas, se mantienen, acentúan y perpetúan, y no se denuncian con igual o mayor vehemencia. En esas condiciones, hablar suave a veces es una especie de complicidad o, cuando menos, complacencia con un statu quo violento y violentador. Hay que ser claros, y llamar a las cosas por su nombre, sin eufemismos que enmascaren nuestra dura realidad, injusta y corrupta como pocas.  

Sé que el lenguaje tiene un poder muy grande; puede crear y transformar la realidad, sobre todo cuando se utiliza de manera performativa, produciendo efectos con solo hablar y no solo describiendo lo existente. Pero el discurso va mucho más allá de las palabras y se expande por todo el universo semántico, de los significados. ¿Qué significa tanta desigualdad? No exagero si digo que es un signo de violencia, opresión, exclusión y corrupción.

Nos dicen que no podemos reclamar paz sin seguridad, a lo que yo les respondo que no podemos clamar por ninguna de las dos si antes no exigimos justicia. Si no desescalamos las desigualdades, las exclusiones y la corrupción, que son groseras y violentas en nuestro país, ¿cómo podemos desescalar el lenguaje? Mientras la desigualdad y la corrupción sean escandalosas, es casi imposible que el discurso sea moderado.

La trampa de la polarización es ponernos a girar en torno a ella, para distraernos de sus causas objetivas. No sigamos el juego. Que lo urgente no nos impida ver lo importante.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/

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