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Maternar es un ejercicio solitario.
Las madres nos convertimos en tales en salas rodeadas de gente pero viviendo solas nuestro dolor. En los primeros meses de vida del bebé, las largas noches sin dormir y los amaneceres amamantando o acunando se viven en soledad. El silencio de esas horas se apodera de nuestra mente y se mete en nuestro interior de tal manera que nos cuesta meses, muchos meses de posparto, sacarlo de nosotras.
Las madres atendemos visitas que llegan enfocadas en ese nuevo ser humano y mientras nosotras servimos las bebidas, nuestra invisibilidad en esa sala se hace omnipresente. Nuestros deseos, dolores y sentires los reprimimos durante años; no hay lugar para ellos mientras en nuestras manos esté la supervivencia de un bebé.
Nos miramos al espejo y no nos reconocemos. No sabemos quién es esa mujer a la que le sale leche sin parar, a la que se le cae el pelo y la barriga no se le termina de acomodar. No nos tenemos ni a nosotras mismas, porque nos perdemos maternando. ¡Y que desalmadas seríamos si nos quejáramos!, tenemos un bebé, debemos ser agradecidas.
Y no importa si existe o no una pareja que duerma a nuestro lado, que cargue y cambie al bebé. El ser madre es un sentir no que se extrapola, es nuestra culpa constante, es esa angustia por el futuro desconocido, es la carga biológica de continuar la especie.
Los hijos van creciendo y esperamos que con el tiempo el sentimiento de abandono se apañe. Pero entonces las soledades cambian.
Algunas, abandonadas por los padres de sus respectivos hijos. Ellos se van, desaparecen como por arte de magia, como si la mitad de ese ser humano no fuera también su responsabilidad, como si ese desliz de una noche solo fuera un mal recuerdo y la madre sola debe resolver. La comida, el colegio, el cuidado. “¿Quién se queda con mi niño mientras yo trabajo?”. La madre no tiene nada ni nadie que obligue a ese irresponsable a responder. El Estado le prometió la cárcel por lo menos como un elemento disuasivo, ahora se la quiere quitar. Ya no habrá amenaza posible contra el padre evasor, ya la cárcel no será una opción. Punto para el padre que abandona. Soledad para la madre que se queda.
Otras, esperan con ansias ese plato de comida que viene del gobierno, saben que es lo único saludable que sus hijos tendrán en el día. Pero ellos se lo roban, ya no llega más la comida, la madre debe buscar otra opción. Y el jardín infantil que le cuidaba a su niña mientras ella trabajaba también cerró, las instalaciones se están cayendo. Los del piso 12 se robaron la plata. Nada quedó para su niña.
Y la madre sola tendrá que buscar alternativa. La madre sola, criando a los y las futuras ciudadanas, como si fuera exclusivamente su tarea, como si no nos debiéramos a nuestras sociedades, como si maternar fuera más un castigo que una elección voluntaria.
¿Y a quién más podemos acudir las madres si no es a nosotras mismas? Amigas, hermanas, vecinas. Donde come uno comen dos. El plato de comida que se robaron lo reponemos con el de la señora del lado que comprende nuestra soledad. La misma señora que nos cuida los hijos ante el despido masivo de profesores de los jardines infantiles públicos.
Las madres esperamos ansiosas ese rayo de empatía, esa mano amiga, esos coequiperos en el arte de criar. Aguardamos porque el gobierno de turno recuerde que nuestros hijos son también su responsabilidad y les devuelvan lo que se les han robado.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/manuela-restrepo/