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Salomé Beyer

La soledad de América Latina

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“Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Éste es, amigos, el nudo de nuestra soledad.” 

Gabriel García Márquez, La soledad de América Latina 

Cuando llegué a Edimburgo pensé que no encontraría una comunidad Latina. Me había preparado para fiestas escuchando rap, para hablar en inglés todo el tiempo, y también estaba lista para comenzar a recibir comentarios sobre Pablo Escobar, cocaína, balas, guerra, milicias y violencia; sabía que, para muchas personas en el exterior, a esto se reduce Colombia y, aun más, Medellín. 

Para mi sorpresa encontré un grupo de Latinos; este año asumimos el liderazgo de la Sociedad Latinoamericana de la Universidad de Edimburgo. Nuestro eslógan es celebrar la cultura latina en Edimburgo, y quien quiera unirse lo puede hacer sin importar nacionalidad, raza, género, sexo y orientación política. Entre fiestas de reggaeton y publicaciones en Instagram sobre diferentes países, hemos logrado visibilizar la riqueza latinoamericana. Como líder de mercadeo, he intentado redireccionar la conversación pública que se tiene sobre latinoamérica hacia la riqueza que aún nos queda; la música, los y las líderes de cambio positivo en la región, la comida, el compañerismo, el progreso. 

Tuvimos una noche de pub quiz donde fuimos a un bar cerca a la universidad para, en grupos, intentar contestar el mayor número de preguntas correctas sobre América Latina. El grupo ganador entraría gratis a la próxima fiesta que hiciéramos. Las preguntas las prepararon otros miembros del comité, y como yo quería participar, no las podía leer antes del evento. Me emocioné cuando uno de mis amigos anunció por el micrófono que la siguiente pregunta era “¡para todos los colombianos aquí!” Grité, celebré, iba a ganar ese punto. “Pablo Escobar fue denominado el hombre más rico del mundo en su época. En el punto más alto de su riqueza, ¿cuánto dinero se estima que tenía?” 

Cuando García Márquez ganó el Nobel de Literatura, describió en su discurso cómo en nuestra región tenemos una demencia muy particular: “El general Antonio López de Santa Anna, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante dieciséis años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial.” Pasada al hoy, esta demencia yace en la idealización de Pablo Escobar, un narcotraficante y asesino, el padre del sicariato y del modelo de los atracos que hoy acechan las calles de todas las ciudades en Colombia. Yace también en la reverencia al pasado como símbolo de fortaleza, como lo evidenciaron los “valores de los abuelos” añorados por el ex candidato presidencial Federico Gutiérrez. Los valores de un pasado cargado de violencia y exclusión, de luchas y milicias, de segregación, de sexismo, de falta de oportunidad y libertades individuales, de desplazados, de presos, de hambre y de corrupción. 

Propongo, en cambio, una idealización de los valores del presente. Es difícil reconocerlos porque nuestro pasado parece permear cada rincón de nuestra sociedad, pero el ejercicio que he hecho de hablar con mis pares, de ver más allá de mis cuatro paredes paisas, me ha llevado a lo que considero un éxito en su identificación. 

El progreso colectivo más allá de la política es lo primero que reconozco. En un país históricamente bipartidista es casi imposible darse cuenta de que la política no es tan importante, que lo importante yace en el día a día, en la colaboración de vecindad, en la justicia, no en un partido ni en una figura. 

El segundo valor es el del trabajo justo; no el trabajo incansable paisa, no el trabajo desde que sale el sol hasta que se esconde. Más allá de las madrugadas y el esfuerzo, la posibilidad de no aspirar a la gran riqueza, sino a vivir con lo justo para la dignidad humana. 

Finalmente, el reconocimiento del valor de nuestra diversidad. Recordar que para nuestros ancestros indígenas el valor no yacía en el oro sino en los granos, la sal, la tierra, los frutos, los árboles y los animales. Es simple, pero va en contra de todo lo que nos han enseñado en esta soledad latinoamericana, única en recursos.

García Márquez también dijo en su discurso que “los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos.” Pero propongo una corrección al pensamiento de Gabo: creo que no son los europeos los que primero deben completar esta labor, somos nosotras, las personas latinoamericanas, las que debemos reevaluar los lentes a través de los cuales se nos ha alentado observar nuestra existencia; los lentes de la perdición, de la violencia, del dolor, del exiliado ya nos quedaron pequeños. ¿Qué sigue? Sugiero, entre latinoamericanos, un reemplazo inmediato a la soledad por la compañía.

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