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Vi un movimiento diminuto en el piso de concreto de un parqueadero y, al agacharme, comprobé que era una lagartijita preciosa, perfectamente mimetizada y en gran peligro entre montones de carros y personas. Muerta de nervios —yo, no ella—, la vi caminar hacia las llantas de un camión y le pedí auxilio a mi pareja para tratar de cogerla. Él hizo lo mejor que pudo, pero ese cuerpecito se movía demasiado rápido, así que en la operación de rescate le partimos un pedacito de la cola y, tras dejarla a salvo entre las plantas, nos alejamos, paralizados y mudos.

Para tranquilizarme, aunque él también estaba perplejo, me dijo que la colita le volvería a crecer. Me aferré a ese consuelo deseando haberla dejado donde estaba, que ella resolviera su camino y que la vida fuera lo que tenía que ser. Pensé que, tantas veces, incluso con las mejores intenciones, no permitimos la fluidez, manipulamos, necesitamos controlar en medio de la fugacidad, como agarrando aire con las manos.

Evoco esa historia por la saturación de videos y mensajes sobre cómo vivir. Hay un montón de gente que se la pasa explicándoles a los demás el manual de la existencia —adornadito por aquello de los likes— y creo que al final ni los maestros ni los alumnos tienen tiempo de aplicarlo: no viven por estar estudiando cómo hacerlo. Y no es que no haya una infinidad de lecciones en el camino —de eso se trata la vida—, sino que contamos con la sabiduría y la profundidad de la naturaleza, la literatura y el arte, interpretaciones de la vida llenas de creatividad y belleza que permean nuestra mirada más sutil pero poderosamente que los gurúes de redes sociales con sus recetas mágicas. “Al fin y al cabo, el arte existe también para eso mismo, para dar con una estrategia, para hacer el mundo, el nuestro, un poco más habitable”, dice Laura Ferrero en una columna.

La existencia es alucinante, para bien y para mal. Vivir es llenarse de coraje. Escribió Faulkner en Las palmeras salvajes que “hasta para estar el día entero muerto de miedo hay que hacer fuerza”. Nos pueden suceder un montón de cosas. Uno de los impulsos más potentes del ser humano, paralizante y esperanzador a la vez, es precisamente no saber cómo y cuándo vamos a morir. Qué carga de premio y castigo nos espera a cada uno. Y esos manuales se empeñan casi siempre en huirle a todo lo que pueda hacer daño, en perseguir un bienestar casi asceta, enalteciendo una supuesta capacidad de hacerlo prácticamente todo bien, de renunciar a demasiado para alcanzar no sé qué. Mientras que la naturaleza, la literatura y el arte nos despliegan combinaciones alucinantes de belleza y dolor, verdaderas representantes de la realidad ineludible y de la condición humana.

La experiencia del acercamiento a estos últimos es profunda y esperanzadora, sin distraernos con que todo va a estar bien. “Si yo hoy fuera la misma que era antes, sería una catástrofe, no habría aprendido nada”, dice Claudia Piñeiro en El tiempo de las moscas. Es una fortuna no ser la misma de antes, pero no porque haya encontrado una receta mágica, sino por cómo puedo mirar desde las historias que llevo dentro. Elijo el cauce natural del río sin represarlo.

Al final de cada tarde recojo el plátano que han dejado los pájaros para que los murciélagos no se apoderen del hogar. Me encuentro con decenas de piquitos tallados por las visitas del día y esos segundos me enseñan más que cualquier gurú sobre la felicidad. «Una definición que recuerda a las teorías sobre la distancia de Carlo Ginzburg, cuya doctrina es: ‘Para ver las cosas, lo primero es mirarlas como si no tuvieran ningún sentido’. Una comprensión inteligente del mundo requiere cierta ingenuidad», escribió con tantísima razón Sergio del Molino en una columna. Tengo la impresión de que lo que más necesitamos gran parte del tiempo es simplemente volver a mirar como si no supiéramos nada, alejarnos de todo lo que nos han dicho que debe ser, colorear la invisibilidad en que se ha convertido el paisaje para vivir. Tal vez eso sea en verdad la salvación.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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