Mil cien días han transcurrido desde que el autócrata ruso Vladimir Putin lanzó su ofensiva contra Ucrania, argumentando una amenaza para la seguridad y soberanía rusas. A los bombardeos siguió la ocupación terrestre, que hoy alcanza el 20% del territorio ucraniano. Esta invasión tiene sus orígenes diez años atrás, cuando, en medio de una creciente tendencia europeísta en Ucrania, Rusia se anexionó Crimea y proclamó la independencia de los territorios prorrusos de Donetsk y Lugansk. Para octubre de 2023, la ONU certificó más de diez mil bajas civiles y seis millones de desplazados dispersos por Europa.
La amenaza expansionista rusa es cada vez más severa y tangible, contenida hasta ahora por la cooperación militar y económica de la Unión Europea y la OTAN. Sin embargo, con el regreso de Trump a la Casa Blanca, el tablero geopolítico dio un giro de 180 grados. Un Trump errático, despreciando a sus históricos aliados, ha condenado a Ucrania a firmar una “paz” devastadora. Desde la campaña presidencial, amenazó con romper el Tratado del Atlántico Norte y resolver la guerra en pocos días.
Trump no solo exige que Kiev capitule y ceda sus territorios sin recibir nada a cambio, sino que también llamó dictador al presidente Zelensky, lo culpó de iniciar la guerra y presionó para que retribuya la ayuda estadounidense con minerales y petróleo. La supuesta negociación en Arabia Saudita no es más que la más ruin forma de imperialismo: dos potencias imponiendo condiciones y repartiendo el territorio de un país devastado. Trump ha entregado a Ucrania y, con ello, ha dejado a Europa a su suerte, incapaz de contener la expansión de Putin. Sin los recursos y el respaldo militar de EE. UU., el esfuerzo europeo no bastará: será solo cuestión de tiempo para que el Kremlin aplaste a Kiev y continúe su avance por Europa.
En esta realidad multipolar y de auge del autoritarismo, el multilateralismo parece haber fracasado y los sistemas de valores se han distorsionado. La defensa de los mínimos acuerdos entre la humanidad —la Carta de las Naciones Unidas y los derechos humanos— es cada vez más frágil. Qué fácil es destruir un orden mundial cimentado sobre principios básicos y qué difícil es restablecerlo. Desde los años treinta y cuarenta, cuando la humanidad transitó por sus momentos más oscuros y justificó el vertimiento de las cenizas de seis millones de seres humanos en los ríos de Europa, no habíamos atravesado un periodo tan degradado para la democracia y las instituciones.
Lejos de aprender las lecciones del pasado, un puñado de tiranos, acaparadores del poder político y económico, amenaza con arrastrarnos de nuevo a la barbarie, presos de la codicia y la soberbia. El futuro de Ucrania, Europa y el orden democrático pende de un hilo. Y si la historia nos ha enseñado algo, es que la indiferencia ante la agresión solo acrecienta las tragedias.
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