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Daniel Palacio

La odiosa tarea de reivindicar el Estado

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Son muchas las razones por las cuales ese monstruo hobbesiano del Estado tiene tan mala reputación.

La economía clásica y las revoluciones burguesas lo vieron como una amenaza para la economía de mercado responsable de los impuestos que, en el mejor de los casos, son onerosos y destructores de riqueza, y en el peor, una confiscación de la producción (léase robo).

Tampoco ayuda que a través del poder estatal se hayan conjurado los peores crímenes del siglo XX. Peor aún, la frustración contra la corrupción de los funcionarios ha impulsado el populismo nacionalista de los últimos años, rozando en el nihilismo político porque “todos los políticos son corruptos”.

Sin embargo, años de reflexiones y la oportunidad de haber estudiado economía del sector público me han llevado a la conclusión de que el Estado es la solución colectiva por excelencia, y la primera opción en el menú cuando se trata de resolver un problema que un mecanismo descentralizado como el mercado no es capaz de tratar. Así mismo, creo que buscar el desmantelamiento sistemático del Estado para sustituirlo totalmente por los acuerdos de los privados no es sólo un ingenuo utopismo, sino también una pobre comprensión de la acción estatal.

Es conocido que en la producción de la riqueza, las instituciones capitalistas juegan un papel esencial. Pero esto es sólo una parte de la historia; las condiciones que los Estados crean para la producción (externalidades que producen para beneficio de los privados) tienen impactos que las empresas por sí mismas difícilmente podrían lograr. 

Las empresas no pueden prestar educación preescolar, primaria y secundaria, y luego una especialización, para finalmente formar la mano de obra que necesitan. Ya sea a través de una solución interna (colegio administrado por el gobierno) o por tercero (colegio por concesión), la externalidad que crea el capital humano depende en gran medida de los Estados.

Debido al problema del polizón (una persona que usa un bien público sin pagar por él), los privados tienen menos incentivos a construir puentes o carreteras. Los Estados tienen la capacidad de lograr esta infraestructura y cuentan con la legitimidad y el aparato administrativo para recaudar los impuestos que paguen esas obras. También hay que recordar que poco importan el esfuerzo o la inteligencia con la que obre una empresa; sus buenas decisiones difícilmente impactarán su productividad como una buena carretera y un buen puerto.

La seguridad sí que es una externalidad importante para la producción. No sólo la seguridad material, sino también contractual, cuya ausencia dificulta el cumplimiento de lo pactado entre privados. Las empresas conocen bien lo engorroso que es contratar con otros privados y hacer efectivo lo firmado (enforcement en inglés). Pero eso no tiene nada que ver con las maromas institucionales que realizan comerciantes para realizar el intercambio cuando no hay leyes, ni jueces, ni policías. 

Es justo también anotar que la aparición de los grandes Estado Nación, es decir, la aparición de los mercados nacionales, también es producto de la acción de los Estados (en este caso de los reyes, quienes con sus ambiciones de imponerse a los demás señores feudales se rodearon de la burguesía y terminaron por unificar territorios y derrumbar peajes, produciendo la externalidad de mercado integrado).

Hasta aquí sólo se han mencionado las externalidades positivas, esas buenas condiciones para la producción que el sector público puede generar. Pero es cierto que hay problemas que los mercados no resuelven, o que incluso agravan.

La contaminación por gas de efecto invernadero es la principal externalidad negativa que producen los privados. La situación se perpetúa porque crear riqueza emite más gases a la atmósfera, y las empresas tienen el incentivo de producir más para obtener más ingresos, con la contaminación que esto trae.

En el estricto sentido de lo que es la racionalidad económica, contaminar más tiene sentido. Y la transición hacia tecnologías menos contaminantes exige la utilización de mecanismos que suelen ser competencia exclusiva de los Estados. Se necesita poder de legislador para regular, incentivar el uso de energías más limpias, aunque sean más costosas, y prohibir procesos muy nocivos como la utilización del mercurio en la minería o la fabricación de aerosoles con cloroflurocarburos que dañan la capa de ozono. 

La protección del clima es un asunto de innegable protagonismo estatal. Incluso la solución de mercado para las emisiones de C02, que es la creación de un mercado de bonos de carbono, depende de un gobierno que, de nuevo, legisle esa actividad.

Otros grandes problemas, como las pandemias, las crisis de refugiados, y el aumento de la desigualdad inducido por el ascenso de la automatización, han de ser tratados por gobiernos, pues los privados no pueden o no tienen interés en hacerlo.

Los Estados no sólo resultan fastidiosos por la variedad de áreas en las que incursionan en la vida diaria. También crecen cuando producen bienes cada vez más sofisticados para sus ciudadanos. El llamado estado de bienestar fue el resultado natural de sociedades que exigieron a sus gobiernos defenderlos de los principales riesgos de la vida moderna: la pobreza, la enfermedad, el desempleo y el desamparo en la vejez. No obstante, la tarea de seguridad social significó acrecentar el tamaño del Estado, impulsando el temor de los conservadores pues se engordaba el Leviatán, pero con efectos innegables sobre la salud y productividad de los ciudadanos.

Para algunos es abrumador saber que la deuda pública crece cada año y que con cada alza de impuestos suba el peso del sector público sobre la economía. Lo cierto es que la solución a los grandes problemas de hoy pasan por incluir al Estado, expandir y afinar su acción, y no temer, porque cuando la deuda se acumula para crear países productivos, el crecimiento económico y el recaudo espantan ese apocalipsis de la deuda.

Por eso para la economía siempre será mejor combatir la corrupción que bajar los impuestos, pues pocas cosas cambian la vida como los Estados competentes.

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