Escuchar artículo
|
“Robert L. no acusó a nadie, a ninguna raza, a ningún pueblo, acusó al hombre. Al salir del horror, moribundo, delirando, Robert L. conservaba aún la facultad de no acusar a nadie, excepto a los gobiernos que están de paso en la historia de los pueblos.”
El dolor. Marguerite Duras.
Hace un calor que marchita la vida. Salgo bajo el sol despiadado, compruebo que el agua que pongo en la piedra para los pájaros se ha evaporado y corro a llenarla pues, bajo ese mismo sol, ellos no pueden pedirla. En una película una mujer conectada a un tanque de oxígeno y cuya nieta está en la cárcel por un crimen que no cometió, se sienta a la mesa, junta las manos y dice “gracias señor por esta comida y por todo lo bueno del mundo”. A veces hay que levantarse en un planeta en llamas, con pájaros y árboles gritando mudos su sed, a comprobar que en tres meses de bombardeo impune un estado democrático ha asesinado a alrededor de 25.000 personas de las que 70% son mujeres y niños, y contentarse con la sombra y la belleza de esos árboles que resisten, con el canto de esos pájaros que recuerda el hilo invisible de lo esencial.
Dice Francesca Albanese, relatora especial sobre la situación de los derechos humanos en Palestina, que la guerra en Gaza es “la monstruosidad de nuestro siglo”. Sobre Gaza uno ya no sabe si repetir cifras, si compartir más imágenes por si acaso alguien no ha entendido. Es frustrante ya no saber qué decir, porque las palabras siempre se quedan cortas ante el horror, porque es imposible imaginar la profundidad de la herida ajena y porque uno se siente menos humano cuando comprueba lo que permite la humanidad.
La inconcebible guerra en Ucrania va para dos años de muerte y destrucción constantes. Sigo su horror desde muchas perspectivas, una de ellas la de la pareja de jóvenes veterinarios que rescatan y protegen animales bajo las bombas, en el hielo del invierno, y a veces lloran y desaparecen un par de noches cuando la cercanía del fuego les recuerda que pueden ser los siguientes. Y se alarga Gaza, en donde poco queda en pie. Todo se funde con la cotidianidad, con los cambios de año, mientras cada uno calcula si la producción del esfuerzo alcanza para algo, si el tiempo libre todavía existe y si se puede soñar con algún plan futuro en este planeta hirviendo y ahogado en sangre. Lo pequeño va difuminando lo grande y pareciera que cada vez más aceptáramos lo impensable. “Un amigo me explica que los seres humanos poseemos el secreto de la vida, que no es otro que el de la normalidad. Cada época, desde el principio de los tiempos, ha tenido sus proveedores de normalidad, en función de los excesos que fuera preciso normalizar. (…) Cuando enciendes la tele o escribes un tuit, se normaliza el caos, se normaliza la desigualdad o la salvajada que sea preciso normalizar en ese instante”, escribió Juan José Millás.
¿Qué sentirá quien jamás ha llorado por un desconocido? Lo único que nos conserva vivos y humanos es desgarrarnos, seguirnos aferrando al dolor para no olvidar la bondad, para usar la voz y crear el arte más bello, que es el que desgarra, el que intenta ahondar en lo humano, que va ligado al dolor. Y para no menospreciar —o abandonar— el amor, que es en últimas nuestra esperanza, nuestro propósito, el motor para salvarnos de la propia monstruosidad. Sin el dolor ni el amor, bien podría remplazarnos por completo la inteligencia artificial. Así que no podemos dejar el asombro, no puede devorarnos la normalización de la barbarie, hay que seguir corriendo a rellenar el agua de los pájaros cuando la evapora la ambición, o los nuevos amaneceres —mientras los haya— serán desiertos.
Me es intolerable pensar en lo que le espera a esta generación de niños palestinos amputados sin anestesia y huérfanos y desplazados y con los ojos llenos de toda la sangre y el polvo del universo. Me es aterrador imaginar a los rehenes israelíes atrapados y con el miedo tatuado en la piel. Me parte el alma la destrucción de Ucrania y la militarización de una sociedad que soñaba con la libertad. Alucino con los migrantes ahogados en el Mediterráneo o escalando el barro del Darién con el estómago y el futuro vacíos, y con el abandono y la desesperanza de millones en Sudán, Yemen, Siria y Afganistán, entre otros rincones olvidados. Cuenta la escritora vietnamita Nguyen Phan Que Mai en El canto de las montañas que, tras presenciar la angustia de unos soldados estadounidenses, su tío dijo: “Hasta aquel día había odiado a los americanos y a sus aliados. Los odiaba por tirarnos bombas, por matar a civiles inocentes. Pero, a partir de aquel día, lo que odié fue la guerra. (…) Quizá fue esa comprensión del enemigo lo que me salvó más tarde.”
Veo la imagen de un burrito blanco con la piel ennegrecida y forrada en las costillas, arrastrando un carruaje con un cadáver ensangrentado en medio de la destrucción de Gaza. Qué más puede fallar. Escribe Najat el Hachmi que a los pacifistas nos dicen ingenuos, pero que lo ingenuo es creer que se fabriquen armas para alcanzar la paz, que se pueda solucionar un conflicto con muerte, y pienso que precisamente ser pacifistas es lo que nos permite seguir agradeciendo lo bueno del mundo y resistiendo entre las llamas.
Aterriza una mirla en la piedra, bebe agua fresca, se sumerge y sus plumas brillan entre las gotas y el sol. Entonces vuelvo a acariciar la posibilidad de la paz.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/