La manito

Extiende tu mano y mírala como si fuera un mapa secreto. Con el índice de la otra mano recorre su relieve: asciende por el pulgar como quien sube una montaña, inhala; desciende hacia el valle que conduce al índice, exhala. Continúa dedo por dedo y, al terminar en el meñique, notarás un cambio, tu respiración se ha acompasado, tu atención está aquí y ahora.

Ese sencillo ejercicio se llama la manito. No lo aprendí en un retiro espiritual ni en un manual de autoayuda, sino en la escuela: ese lugar donde la calma suele ser tan escurridiza. Quien ha estado frente a cuarenta estudiantes lo sabe, basta una risa contenida, un gesto inesperado o un comentario mordaz para que el aula entera se desordene. No es que los niños y jóvenes sean “el problema”; al contrario, su vitalidad es un río poderoso. Pero si no encuentra cauce, termina desbordado. Y en medio de esa corriente el maestro, presionado por los contenidos y la burocracia, queda atrapado en un pulso que rara vez gana.

Allí cada docente inventa recursos: unos apelan al humor, otros al silencio, otros a la firmeza. A mí me cautivó la manito. No porque solucione todo, sino porque devuelve lo esencial, el aire, el presente, la posibilidad de empezar de nuevo. Una maestra lo resumió con precisión: “lo sencillo no es fácil”. Y tenía razón. En medio del ruido, elegir la respiración antes que el grito no es un gesto menor, es un acto de resistencia pedagógica.

Esa pequeña lección no pertenece solo al aula. La vida entera es un campo de prueba para la calma. Lo confirmé una tarde bogotana, atrapado en un trancón interminable. Un conductor me cerró el paso y, con furia, sacó la mano por la ventana mostrándome el dedo medio como si fuera una lanza. Pensé, con ironía, que también estaba usando la manito, pero había olvidado lo esencial: la respiración, la intención, el sentido…

Por eso la escuela importa tanto porque es el escenario donde ensayamos la vida en común. Allí aprendemos a reconocer las emociones, a tramitar la frustración, a escuchar al otro. Si no logramos respirar en un salón de 7 metros de ancho por 6 metros de largo, ¿cómo sostendremos la calma en una ciudad marcada por el ruido, la prisa y la desconfianza?

La manito es apenas un recurso, pero encierra una metáfora mayor: lo sencillo puede ser un refugio. Y la convivencia, al fin y al cabo, no se mide por la ausencia de conflictos, sino por nuestra capacidad de respirar juntos en medio de ellos y de inventar, una y otra vez, maneras creativas de resolverlos.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-carlos-ramirez/

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