La identidad como barrera

Se me grabó esta historia que le contó el escritor Enrique Vila-Matas al periodista Paco Cerdà: «Vuelve
también una imagen un poco triste: yo, de pequeño, por las aceras de Barcelona, agachado por el suelo
con una cinta de metro, midiendo con mi padre la distancia entre farmacias para ver si él podía
averiguar dónde cabía legalmente otra farmacia y así poder sacar adelante a la familia después de
haberse arruinado». Pienso en ella porque me parece bellísima, porque me parece desgarradora. Y hay
algo en lo bello y desgarrador que nos interpela. Imagino al pequeño Vila-Matas midiendo andenes, sin
entender muy bien por qué, pero con la convicción todopoderosa de un niño que ve temblar a su padre
y lo acompaña hasta el fin del mundo.
Pienso en la cantidad de hechos determinantes que nos caen del cielo, antes de que podamos
comprenderlos —si es que alguna vez llegamos a hacerlo—, y que nos llevan en piloto automático
durante años, si no durante la vida entera. Nacemos en un país, en una familia, con un sexo biológico, y
a partir de ahí nos dicen lo que le corresponde a alguien de ese país, de esa familia, de ese sexo. Lo que
puede y lo que no. Se impone un guion poderosísimo que no se sigue por amor, ni siquiera por temor,
sino por falta de curiosidad. Por ceguera. Los ojos no son una garantía: hay que observar para aprender
a ver, hay que pensar para hacer preguntas, para cuestionar y modificar el camino, definir lo que somos
y lo que queremos ser.
“Yo no soy una mujer, yo soy muchas mujeres y muchos hombres, y algunos bebés y algunos viejos, así
que la identidad es una manera de encerrarnos, de empobrecimiento. Un ser humano es una maravilla
porque es innombrable. La identidad es una obligación policial, en general para mantener las barreras”,
dijo la filósofa y escritora francesa Helène Cixous. Nacemos encerrados, con la vida por delante. Creería
yo que esa vida es para romper las cadenas, para que los ojos se deslumbren con la luz de todo aquello
que no querían que viéramos, que otros no se atrevieron a imaginar, que nos dijeron que no podíamos.
Solo hay una vida, me suelo repetir.
Sucede que, a medida que luchamos contra la ceguera, se empieza a colar el miedo: a ser tan distintos,
al dolor de mudar de piel, al abandono, a dejar de comprender lo que éramos; miedo, en fin, a
perdernos de esa salvación que debería venir con las reglas cumplidas. Leí lo siguiente en un artículo
sobre el terremoto de Myanmar hace unas semanas: “Htet Min Oo, de 25 años, logró sobrevivir pese a
quedar atrapado bajo un muro de ladrillos que se desplomó sobre él e inmovilizó la mitad de su cuerpo,
pero no consiguió rescatar a su abuela y dos de sus tíos. ‘Hay demasiados escombros y no ha venido
nadie a salvarnos’, declaró entre lágrimas”. Creo que casi todos conservamos la débil esperanza, el
último consuelo de que si algo muy horrible sucede, alguien vendrá a salvarnos. Pero la vida es
sorprendente y no se va con rodeos. Es ella la primera en romper las reglas. Así que hay que acompañar
al padre hasta el fin del mundo, pero hay que saber cuál es nuestro propio rincón.

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