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La humildad es una virtud tan preciada como escasa en los seres humanos. En la política lo es aún más, porque no solo parece ajena a la misma, sino que suena incompatible, así no lo sea.
Entiendo la humildad como sentirse por siempre incompleto, y, por tanto, falible, limitado y con necesidad de los demás para complementarse y acercarse a la plenitud. Por su parte, la política como actividad ha sido descrita, de manera un tanto peyorativa, pero tampoco tan alejada de la realidad, como el “arte de mentir”, a decir por personalidades del tipo Antonio Caballero, que tan bien conocían el oficio.
La mentira es definida por el diccionario de la RAE como “expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se piensa o se siente”. Se comprende mejor en su relación con su antónimo natural, la verdad: conformidad de las cosas con las ideas; con lo que se dice, con lo que se siente o se piensa. No es muy difícil, entonces, detectar las mentiras y, en lo público y en los políticos, la tarea es mucho más fácil.
Uno puede mentir por acción o por omisión: diciendo cosas contrarias a la realidad, a lo que ha dicho o a lo que piensa; u omitiendo, adrede, alguna parte de la verdad que se conoce y que las demás personas deberían conocer. En la política, pululan de ambos tipos, y de otras tantas formas. Políticos que niegan lo que en otro momento juraron “escribir sobre piedra”, que prometen lo que saben que nunca podrán cumplir, que calumnian e injurian por doquier, entre otras maneras, algunas muy sofisticadas y difícilmente punibles.
Sin romantizar la verdad, ni ser ingenuo con la condición humana, porque todos mentimos, ni tampoco idealizar la política, hay cuando menos dos problemas que tiene la mentira: primero, que normalmente, para “mantener la caña”, hay que inventar otras mentiras; y, segundo, que si se quiere cortar el problema de raíz, hay que reconocer que se mintió, y ahí es donde el problema es aún mayor.
En lo social, y en culturas como la nuestra, el reconocimiento de la verdad suele ser leído en clave de hipocresía; como un simulacro, porque en el imaginario colectivo sobre nuestros políticos, predomina la presunción de culpa sobre la de inocencia. En lo personal, y si es sentida la contrición, se precisa, efectivamente, de humildad: hay que pedir perdón o disculpas, y bien sabemos que es más difícil pedir perdón que darlo, y, para que el acto sea honesto, exige también perdonarse. Como bien lo sintetiza mi buen amigo, el español Albert Cortina: “pedir perdón es de inteligentes, perdonar es de nobles y perdonarse es de sabios».
La gente está cansada de que los políticos les mientan, pero tal vez esta más, y quizá sin ser muy conscientes de ello, de que rara la vez lo reconozcan. No se trata, como suele pasar con los viciosos de todo tipo, de mentir, retractarse y luego volver a mentir, y menos sobre lo mismo; ni más faltaba. Pero creo que los ciudadanos están, sino ávidos, por lo menos abiertos a actos de humildad de los políticos, empezando por reconocer las mentiras que dicen, de forma sincera y sentida, que, aunque no creamos, la gente percibe si lo hace de corazón.
Los seres humanos, y más en culturas como la nuestra, no somos muy dados a perdonar -nos falta nobleza- pero cuando se hace con honestidad, podemos premiarlo. Pasó con Antanas Mockus en Bogotá en su momento. Prometió no renunciar a la alcaldía para lanzarse a la presidencia y terminó incumpliendo, que es una variante de la mentira. Luego, cuando volvió a ser candidato a la alcaldía, perdía en las encuestas, y, en un acto simbólico de humildad, le pidió perdón a los ciudadanos, bañándose en una pileta para limpiar su culpa. El pueblo se lo premió, revirtió la tendencia en las encuestas y ganó de nuevo las elecciones.
Tal vez, para no caer en el círculo de los viciosos y estar retractándose permanentemente, la mejor opción no sea prometer demasiado y más cuando se sabe que no se puede cumplir. Por ejemplo, no prometer que se va a acabar con la corrupción en un gobierno: con asegurar que el futuro gobernante no será corrupto, en el sentido de no ampliar su fortuna con los recursos públicos, es suficiente, porque está en su ámbito de decisión y control. No se puede garantizar la transparencia de centenares, miles o millones de funcionarios. Algo similar pasa con la promesa de no aumentar los impuestos, entre decenas de temas, que minan cada vez más nuestra confianza en los políticos.
Para no pecar de ingenuo con la condición humana y con nuestra cultura cortoplacista, aceptemos que la humildad no da réditos políticos inmediatos. No obstante, la mentira sistemática y sin vergüenza, nos tiene tan hastiados, que la humildad puede terminar siendo un diferencial que marque la diferencia.
Tal vez esté pensando con el deseo y siendo injusto con los políticos, cargando solo contra ellos. Todos somos soberbios -que es lo contrario a la humildad-, porque el ego es mal consejero y más en público: solos, con la almohada, casi todos somos humildes y no nos decimos mentiras. La soberbia, en mayor o menor medida es propia de los seres humanos: la virtud está en llevarla a su mínima expresión. Entre más exposición pública y más alto el rol que se ejerce, más difícil es de combatirla, de ahí que sea escasa en casi todos los dirigentes y personajes públicos, así no sean políticos.
Si nos acogemos tanto a mi acepción como a la primera definición de la RAE sobre la humildad (virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento), puede que no llegue a ser apreciada por muchos, pero sí estoy seguro de que las personas decentes y sensatas terminan, a largo plazo, premiando su valor.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/