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La crisis social, política y económica de nuestro planeta y la particular de nuestro país, es en buena medida una crisis de espiritual, una crisis de sentido. Si se quiere, en términos más concretos, es una crisis del modelo de desarrollo dominante, impulsado y propuesto por entidades como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, la Organización Mundial del Comercio y la OCDE, entre otras, que suelen estar cooptadas por los grandes poderes políticos y económicos transnacionales.
Sobre los impactos negativos del modelo hegemónico en las clases socioeconómicas media y baja sabemos mucho, comparto la mayoría de lo expuesto y en que no hay que cesar en la crítica y la resistencia frente a los abusos de estas “instituciones” y sus titiriteros en beneficio propio.
No obstante lo anterior, y luego de varios merodeos conceptuales necesarios, quiero advertir en esta columna sobre los efectos indeseables de dicho modelo en las clases económicas más pudientes; en los estratos altos, donde se incuban la mayoría de nuestras élites. Este tema es escasamente abordado, porque su reconocimiento y revelación es mucho más vergonzante que en otros ámbitos y poco se expone en medios de comunicación y en foros públicos, aunque en redes sociales salga a flote.
De los que conozco, el modelo de desarrollo con el que más me identifico es con el propuesto por Manfred Max-Neef y su grupo de trabajo en el libro Desarrollo a escala humana y en otras obras conexas.
El postulado básico del desarrollo escala humana es que el desarrollo se refiere a las personas y no a los objetos –incluyendo al planeta como sujeto de derechos–. Consecuentemente, plantea que es un asunto más cualitativo que cuantitativo, más relacionado con el ser que con el tener y el parecer. A diferencia de Maslow, por ejemplo, no jerarquiza, a priori, las necesidades con sus correspondientes satisfactores, sino que deja esta priorización en manos de cada cultura y persona.
Lo más interesante de esta concepción de desarrollo es que, diferente a los modelos hegemónicos, no es economicista; propende no por la riqueza, sino por las riquezas, en plural, y procura evitar la pobreza económica, pero también otras pobrezas, referidas a diversas carencias, producto de la insatisfacción, seudosatisfacción o sobresatisfacción de las necesidades humanas.
Entienden claramente que los recursos económicos, empezando por el dinero, son más medio que fin para un alcanzar un propósito superior, el reconocimiento, que es el móvil más fuerte de todo ser humano, porque todos, sin excepción, anhelamos ser identificados como seres únicos e irrepetibles: como individuos. Ese es el sentido del reconocimiento, que se juega a diario en nuestras interacciones sociales; en nuestros pulsos políticos y micropolíticos por sobresalir entre la manda. En años recientes, las redes sociales han exacerbado esta lucha incesante por ser identificados y reconocidos.
Advertía Max-Neef que los modelos de desarrollo dominantes normalmente eran impuestos desde arriba de la estructura social y dictados desde afuera de la mayoría de culturas: eran exógenos, heterónomos y diseñados para mantener el statu quo. Tenía razón, y no por una cuestión de progresofobia, como refutaría el tan ilustrado como ingenuo Steven Pinker. ¡Excusen la herejía!
Proponía, en cambio, y con énfasis normativo, que los procesos de desarrollo se debían generar desde la base de la pirámide social. Ese era, para mí, su único y gran error, desde lo político, antropológico y ontológico. Acertó en el diagnóstico, pero falló en la solución. Un modelo así también es excluyente y fuente de grandes conflictos. No: ni desde afuera, ni desde arriba, ni desde abajo, sino desde adentro en todas las sociedades, culturas y comunidades.
Dejar a las élites económicas, a los “ricos”, por fuera del desarrollo o imponerles uno desde la base social también es excluyente. La necesidad de reconocimiento no tiene clase ni estrato social. Es el bien más preciado por todo ser humano. En su búsqueda, y con los modelos de desarrollo economicistas que seguimos, casi todos priorizamos la acumulación de bienes sobre otras riquezas, el tener sobre el ser, y ahí es cuando confundimos los fines con los medios.
Con casi todos compitiendo por los mismos recursos o satisfactores, por demás siempre limitados, es lógico que los más “ricos” se sientan ganadores, aunque no sea por mucho tiempo, porque siempre encontrarán a otro acumulador al cual sobrepasar en la carrera del rendimiento, que es también la del cansancio, sea físico o mental.
Ahí empieza su tragedia y la del resto de la sociedad, a la que suelen dirigir en tales condiciones. Poseídos por sus posesiones, temen exponer las pobrezas, frustraciones y miserias, inherentes a cualquier ser humano. Prefieren llevar la procesión por dentro, so pena de perder su estatus y su rótulo de ganadores. No necesitan amo, porque lo tienen bien interiorizado y son fieles esclavos del paradigma del “éxito” económico.
No suele haber, explícitamente, programas sociales para élites, porque creen y creemos, que lo tienen todo. Se autoexcluyen de ellos. Nunca se les verá en Bienestar Familiar y poco acuden a las comisarías de familia, a menos que sea por dinero y casi siempre camuflados para ocultar su origen.
Condenadas a dirigir lo público y lo privado en sociedades de castas y monárquicas como la nuestra, no podemos descuidar el bienestar de las élites; sus fuentes de sentido y reconocimiento. El modelo economicista de desarrollo predominante, también se agotó para ellas.
Ahora, ad portas de un nuevo plan de gobierno y con elecciones regionales a la vista, valdría la pena revisar nuestra concepción de desarrollo y atender también y explícitamente las pobrezas de nuestras élites. Excluirlas es injusto con ellas y peligroso para todos. ¡Van al timón!