La dimensión pública de lo privado

Hace unos días terminé de leer el libro El GEA, la historia completa del grupo empresarial antioqueño, escrito por Gloria Valencia E. y publicado el año pasado. También leí recientemente en El Armadillo el artículo Con un giro en su “voz pública”, Proantioquia pasa de la diplomacia a la ofensiva, firmado por el periodista Juan David Ortiz. Ambas publicaciones invitan, inevitablemente, a dimensionar la función pública que cumple el sector privado, especialmente las grandes empresas y sus dirigentes, en este caso, antioqueñas.

En tiempos y sociedades en donde la economía se pone en el centro de la vida social, en donde la libertad para el capital importa más que la de las personas, la gran empresa se erige como la institución paradigmática que debe ser emulada por otro tipo de organizaciones y hasta por otras instituciones como la familia, que, para los mercantilistas de la vida, es “nuestra empresa más importante”.

Si la organización empresarial es el arquetipo, el mandamás es el empresario, no el político; lo contrario a lo que piensa y dice la gente, incluidos los mismos dirigentes privados, en su falsa modestia. Lo ilustro con un ejemplo retórico: salvo alguna excepción, consigue más fácilmente una cita el presidente de la junta directiva de Proantioquia con el alcalde o el gobernador, que estos con él.

Se puede objetar si debe o no ser así y si es deseable que lo sea o no, pero, de facto, lo es y lo seguirá siendo por mucho tiempo. Lo privado, en países capitalistas como el nuestro, no solo tiene una dimensión pública, sino que, además y a menudo, subordina al Estado: al poder ejecutivo, al legislativo y, en ocasiones, hasta al judicial.

De ahí que el tufillo de superioridad moral con el que la dirigencia privada se refiere a la pública, sea, cuando menos, cínico. Buena parte de las leyes de este país han sido dictadas por el sector privado. La mayoría de nuestros políticos están donde están por el apoyo, el consentimiento o la licencia de los empresarios.

A las profundas crisis institucionales y sociales que tenemos como ciudad, departamento y país, no llegamos a pesar de ellos sino con ellos y, en no pocos asuntos, “gracias” a ellos. Hoy se quejan, con toda razón, de la desastrosa alcaldía de Daniel Quintero, pero no admiten que algunos lo apoyaron –hasta en el grupo de empalme estuvieron– y otros le allanaron el camino respaldando a candidatos impresentables como Santiago Gómez (el de Fico y de ellos), o débiles, como Alfredo Ramos (el de Uribe y de ellos). 

Una lectura entre líneas del libro de Gloria Valencia da cuenta de la degradación sistemática de nuestra clase dirigente privada, nacional y regional. Del visionario Santiago Mejía Olarte que Valencia pinta en su libro, nos ha tocado padecer ahora a su hijo Manuel Santiago Mejía, mecenas de políticos de dudosa reputación y promotor de la bukelización del país. Como dijo Julián de Zubiría Samper en alguna ocasión: “aquí, por miedo a formar comunistas, formamos malos empresarios”, con honrosas excepciones, por supuesto.

Las gestas empresariales de nuestros pioneros –industriales de talla mundial–, terminaron manchadas este siglo por la cartelización empresarial y la connivencia con el paramilitarismo, la parapolítica, la paraeconomía y la narcoeconomía.

En el libro sobre el GEA no se menciona, por razones de censura o autocensura, casos como las múltiples condenas al Grupo Argos por comprar, a través de filiales, tierras de campesinos desplazados por el paramilitarismo. Tampoco la compra de Cementos Andino ni otras operaciones que junto con su “competencia” (Cemex y Holcim) derivaron en el “cartel del cemento”, tema suficientemente documentado en el libro La rosca nostra de Nathan Jaccard, que, insólitamente no está entre las fuentes consultadas por Valencia. Esto basta para que la historia del GEA resulte incompleta.

De manera que, siguiendo a Juan David Ortiz, si hay un giro en la “voz pública de Proantioquia”, no los dejemos hablando solos, porque llevan décadas imponiendo la narrativa de que ellos han sido los salvadores del país y la solución a todos nuestros males.

Sería injusto negarles que en algunas ocasiones y temas lo han sido, pero es más injusto que, sabiendo ellos el poder que tienen, no se reconozcan también como causa, por acción u omisión, de este problema llamado Colombia, y, al contrario, su “paso de la diplomacia a la ofensiva”, como lo tituló Ortiz, ha sido para señalar la paja en el ojo ajeno, sin sonrojarse por la viga en el propio.

El alcance público de sus actuaciones privadas ha tenido efectos tanto positivos como negativos, pero mientras no lo reconozcan ni la sociedad se los reclame este país no tiene la más mínima posibilidad de cambiar. Un actor de tanto peso como los empresarios no se puede excluir, con sus pros y contras, de la ecuación del conflicto colombiano.

En vez de señalar, señores, los invito a reflexionar y a reconocer, con humildad, sus sombras. No es una derrota, al contrario, es el acto de grandeza que el país necesita, se merece y espera de ustedes.  

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/

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