El presidente de Colombia se ha encargado de posicionar a sus adversarios políticos como enemigos. Los ha estigmatizado, los ha llamado nazis y enemigos del pueblo, mientras ondea la bandera de guerra a muerte. Un dato no menor en un mandatario que pone tanta atención a los símbolos. Que por ejemplo eligió a María José Pizarro, hija del asesinado Carlos Pizarro León Gómez, para que le pusiera la banda presidencial aquel 7 de agosto de 2022.
Por desgracia, esta no es una situación atípica. Más bien, ha sido la constante en la disputa política colombiana que tantas veces ha desembocado en violencia armada. Para no irnos muy lejos en la historia del país, hace apenas unos años, también desde la presidencia de la república se señalaba a los contradictores como auxiliadores de la guerrilla. Hace no mucho, a quien pensara distinto se le trataba de guerrillero. Miles de personas fueron asesinadas por ser militantes de izquierda.
El enmarcado del contrario político como un enemigo no es una anomalía reciente de la democracia colombiana. El enfrentamiento a muerte por ideas políticas es tradición de nuestra quebradiza república. Carlos Gaviria Díaz lo dijo una vez: “nosotros en Colombia no sabemos tener contradictores sino enemigos. El que no está conmigo es mi enemigo. Eso es filosofía fascista. Y por tanto la filosofía democrática es otra cosa. En una sociedad democrática lo que debe haber siempre son varias propuestas y motivos de discordia intelectual. Como nosotros no sabemos disentir, al adversario lo convertimos en enemigo y de ahí se sigue la violencia”.
El intento de asesinato de Miguel Uribe Turbay nos recuerda ese fracaso democrático. Nos pone a pensar en los límites que estamos a punto de cruzar cuando enmarcamos al adversario como enemigo. Cuando el antagonismo es llevado a niveles de deshumanización, estigmatización y deshonestidad. Si queremos ser algún día una democracia saludable, ese antagonismo debe dar paso a un agonismo.
El concepto de agonismo es lo contrario al antagonismo. En el antagonismo hay una relación amigo–enemigo. Quien no está conmigo está contra mi y debo hacer todo lo posible para eliminarlo, en sentido simbólico y material. El agonismo es la posibilidad de aceptar el conflicto como natural a lo político. Una democracia saludable debería consolidar un agonismo democrático, la posibilidad de convivir pacíficamente en la diferencia, de no querer asesinar al otro por el hecho de pensar distinto.
Y no se trata de una concordia ingenua, de un idilio en el que todos nos abrazamos, cantamos y sonreímos en una pradera donde se alcanza a ver un arcoíris. No, el agonismo supone reconocer los conflictos como naturales a lo político. Incluso se aleja de la premisa de alcanzar consensos. Asume que los ciudadanos no vamos a estar de acuerdo y que defenderán con firmeza su oposición a ideas que se consideran inadecuadas o inmorales.
Pero debemos procurar no querer matar al otro porque defiende unos principios distintos a los míos. La búsqueda del agonismo debe ser la obsesión de la democracia colombiana. Desterrar definitivamente el deseo y el acto de matar al que piensa distinto. Debemos salir del abismo de la violencia política. Sacar de la vida pública, pero también de nuestras conversaciones cotidianas, la presentación del contradictor político como un enemigo. Dejar, todos, empezando por el presidente, de ondear la bandera de la guerra a muerte.
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