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Todos tenemos una puerta detrás de la cual guardamos una parte de nuestra vida que no deseamos compartir con otros, o por lo menos, no con cualquiera.

Nuestros secretos, nuestra vida privada, decisiones que hemos tomado, personas con las que hemos coincidido, deseos del cuerpo y del corazón, pensamientos que no nos atrevemos a exteriorizar. Tras esa puerta, todos tenemos un mundo valioso pero frágil; uno que protegemos como a nuestra vida misma. Ese mundo es nuestra intimidad, y la intimidad es nuestro derecho.

Estamos facultados por la razón para manejar nuestra propia existencia como bien lo consideremos, y a permitir injerencias exteriores solo en la medida en que nuestros deseos lo consientan. Además, la ley nos protege de no ser vistos donde no lo queramos, de no ser contactados por quien no ha sido autorizado, de que nuestra imagen no sea divulgada sino con nuestro consentimiento, de que nuestra voz solo sea escuchada por aquellos a quienes se los hemos permitido expresamente y, en fin, de que mi información, los detalles de mi vida, mis movimientos, mis preferencias y mis decisiones, sean realmente mías, privadas, de mi fuero interno y no un producto que se comparte, se difunde y se comercializa sin control alguno.

El papel nos protege, pero la vida real y las interacciones necesarias para sobrevivir en este mundo hiperconectado nos arrebatan tal derecho y nos dejan indefensos, desnudos frente a un público que juzga nuestros secretos, que vende nuestra información, que nos hostiga con mensajes que cree que queremos escuchar, que se deleita con nuestras fotos íntimas.

A mi celular llegan en promedio treinta mensajes de texto diarios ofreciéndome productos y promociones que no he solicitado, de marcas con las que jamás he interactuado. Si en una semana no elimino correos electrónicos, puedo acumular más de cuatrocientos, procedentes de empresas que han comprado mis datos; a pesar de que insistentemente me doy de baja en sus listas de correo, ahí sigo, hostigada, acosada por un mercado que se obstina en venderme lo que no me interesa, que persiste en descifrar mis necesidades, que no cesa en su trabajo arduo y constante de entrometerse en mi intimidad.

El gobierno municipal me obligó a entregarle mis datos y ahora son usados por políticos cercanos para compartir su mensaje, mensaje que no quiero oír, porque mi derecho me faculta también para decidir qué quiero y qué no quiero escuchar.

Y ni hablemos de las fotos con contenido sexual. Miles de mujeres desnudas circulan sin su consentimiento por chats de WhatsApp que pretenden ser grupos para organizar partidos de fútbol, sirviendo de comidilla a todos aquellos que buscan con qué consentirse de noche.

La intimidad, ese derecho inalienable, ligado a nuestra dignidad humana, no es más que una absurda utopía. No existe, desapareció. Nuestras vidas ahora son un bien común, transable, abiertas a la opinión pública, a las miradas de todos y todas.

Esa puerta que guardaba lo más profundo de nosotros, ahora siempre está abierta.  

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/manuela-restrepo/

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