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Me gusta Francia Márquez. Me gusta su nombre. Su apellido macondiano. Su tono de voz. Sus formas. Su lenguaje incluyente que a tantos incomoda. Su pelo. Su risa genuina que también esconde dolor y desarraigo. Su inteligencia sin adornos. La profundidad de sus ojos en los que veo a tantas mujeres excluidas. Su título de abogada, que no lleva como una bandera de ornamento para alardear, sino a cabalidad. Defender a los menos favorecidos y luchar contra las injusticias es lo que ha hecho. Promotora de la vida, de la dignidad, del ser indio, negro, afro o blanco. Su madurez ancestral que da cuenta de todo lo rico y vasto que habita en esta tierra del trópico.
No pretendo apropiarme de un discurso que no es mío, pues a mi realidad y la de ella las separa un océano, como si no hubiéramos nacido en el mismo país, ni en la misma década. Eso es alarmante. Da cuenta de muchas cosas, para eso habrá otros textos. Tampoco busco instrumentalizar su figura, lo que hace ni quién es. Yo misma me sorprendo de la fascinación y admiración que me produce. Me hace ver cuánto ha cambiado mi forma de ver la vida, de observar a los otros, de entender sus orígenes y trasfondos, de asimilar este país del que soy ciudadana, que tanto me ha dado a mí y les ha negado a muchos otros.
Más allá del asunto ideológico, en el cual tenemos algunas diferencias, veo a una mujer negra, de clase humilde, activista ambiental, lideresa social. Una mujer que ha tenido todo en su contra, y mañana tiene la posibilidad de convertirse en la próxima vicepresidenta de Colombia. La primera negra. Toda una revolución, un símbolo del rompimiento de las cadenas. Lo tengo claro: si ella fuera la candidata a presidenta, mi voto sería por ella. No con una confianza ciega, pero sí con la ilusión de ampliar el horizonte, la mirada, las posibilidades de todo lo que nos acontece en Colombia y a lo que no le hemos prestado la atención que se merece.
A Francia la critican con bajezas, con la simplicidad y abyección de un país que se ve reflejado en su propia realidad y se atemoriza con ella: que una mujer sin maquinarias, sin padrinos, sin plata, y tal vez sin la tal “clase y preparación” de la que tanto adulan las élites, pueda ser la primera oficial. La segunda al mando. La Mayora, esa palabra que tanto ofende, como todo lo que desconocemos. Es decir, ven en ella de lo que carecen como pueblo y, por supuesto, verse de frente y desnudo con todo lo que eso implica es aterrador. De ahí el desdén que despierta.
Francia es fuerza, es valentía. Ella resignifica lo que es ser mujer, lo que es ser política. Mi admiración por ella es construida. Oyéndola, viéndola en noticieros y redes sociales, conociendo un poco de su trayectoria, de su historia. Y eso sí, de llegar a la Casa de Nariño, también seré crítica. Asumo que tiene claro que ese pueblo que tanto defiende también será su opositor cuando tenga salidas en falso.
Dicen que su discurso de víctima está gastado. Y con toda razón. Este es un país de víctimas, solo que antes no las veíamos ni las escuchábamos, eran sombras, la mayoría desaparecidas. Eso se lo debemos a Juan Manuel Santos. Otro personaje que sacrificó su favorabilidad y popularidad por darnos lo que de verdad merecemos: la idea de un país en paz, la posibilidad de vivir distinto. A él le escribiré después.
Vuelvo a Francia, para ella y por ella quise escribir hoy. Valoro sus luchas, lo que ha atravesado y todo lo que hoy promueve, el verdadero cambio es ella. Ojalá haya Francia para rato, que siga incomodando. Y que por ella despierten muchas otras Francias, que nos demos cuenta, al fin, las mujeres, del poder que tenemos y merecemos. Y que nada ni nadie invalide lo que somos, cómo nos vemos, cómo hablamos, a qué aspiramos.
Gracias, Francia.
Soy, porque eres.