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Juana Botero

¿Feminista y princesa monógama?

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“¿Qué tenéis que decirme?
¿Qué me contradigo?
Sí, me contradigo. Y ¿qué?
(Yo soy inmenso…
y contengo multitudes.)”

Walt Whitman

Se cree que una de las raíces del patriarcado sucedió en la denominada Edad de Oro matrística o sociedad gineco cráticas. Algunos académicos como el Profesor J.J  Bachofen y la arqueóloga Marija Gimbutas han podido dar cuenta de que en las tribus prehistóricas reinaba el principio materno, que tenía en el centro lo comunal, pacífico, solidario, empático y armónico, donde las relaciones entre hombres y mujeres eran tejidas desde el respeto a los roles. Como dice Humberto Maturana: “una cultura en que hombres y mujeres eran copartícipes de la existencia”, donde la sexualidad era espontánea; de ahí que eran matrilineales porque sólo se podía saber con certeza quién era la madre. Ésto ponía a los hombres en el lugar de padres de todos los hijos de los clanes. 

Con el tiempo, esas culturas nómadas se asentaron hasta ser sedentarias, esto debido a las capacidades agrícolas que fueron desarrollando las mujeres que se quedaban en las aldeas mientras los cazadores buscaban más alimento. Ser sedentarios creó un cambio inesperado que nos acompaña hasta el día de hoy: el reclamo de la tierra y con ello la necesidad de mano de obra para trabajarla. Debido a esto nació el patriarcado, el reclamo del apellido por parte de los hombres para tener hijos suyos. Reclamar tal cosa implicó reclamar el útero, la mujer, crear ficciones como el matrimonio para acabar con la espontaneidad de la sexualidad. Un pequeño cambio que hoy podemos narrar con horror todas las consecuencias que trajo, una nueva cultura al fin y al cabo. 

Algunas feministas sabemos ésto, lo hemos estudiado y por eso ha habido cuatro olas de feminismo contra veintiún siglos de patriarcado. Hemos reclamado a miles de brujas quemadas en la inquisición, tratado de reivindicar a millones de mujeres vilipendiadas por putas, hemos luchado porque más de la mitad de la humanidad es desprovista de los privilegios que tienen los hombres. Ha sido el movimiento activista más grande de la historia. Y aún así, siendo feminista, todavía doy vueltas en la cama ante una contradicción, dos voces que se hablan, discuten, se odian incluso ante la disyuntiva de si ser feminista implica o no deconstruir la idea de pareja, de monogamia, del matrimonio, del hogar heteropatriarcal, del felices por siempre, que ya sabemos, fue el inicio de todo. 

Y es que emancipar nuestra sexualidad a punta de juguetes sexuales ha sido sin duda una revolución. Comprender que el cuidado se construye en tribu y no sólo en pareja es un descanso para el alma. Poder viajar solas, un pequeño deleite recientemente adquirido. No tener que esperar a que nos saquen a bailar y bailar solas, hasta abajo, ¡una maravilla! Todo esto sin mencionar los logros mayores del feminismo: el voto, la educación, el trabajo. cosas que hacen que ser mujer tenga una nueva narrativa en algunas partes del planeta. 

Pero vuelve la contradicción, no sé si solo mía, esa que nace de ver que aquí seguimos llorando todavía los mismos amores, deseando esa pareja, la pregunta por la compañía, la sensación de incompletitud cuando no está, las conversaciones infinitas con las amigas sobre el nuevo flete, chico, novio o el marido; lo hemos desplomado todo. Porque esa idea del amor de pareja monógamo, romántico, se resiste a caer, es un sobreviviente. 

No me queda tan claro si es igual para hombres y mujeres, no puedo hablar por ellos. Tal vez sí. Pero lo que es más evidente es que el feminismo como movimiento ha logrado derrumbar las ideas más profundas del patriarcado, pero le ha costado llegar con igual fuerza a desmontar la idea de la propiedad del hombre sobre la mujer, la idea de la pareja monógama. Y cómo acabar con ello si todavía fantaseamos con esa idea.

Es difícil pensar que ansiamos tanto tener pareja sabiendo que 4 de cada 10 mujeres en el mundo sufren violencias físicas o sexuales por parte de sus compañeros íntimos, esto sin contar la violencia psicológica o emocional tan difícil de detectar, pero, sobre todo, de denunciar, y ni se diga de demostrar.

Pero seguimos insistiendo, poniendo a rodar la bolita en la ruleta para que caigamos en las 6 de cada 10 que no son agredidas o en las ya extintas historias de “felices para siempre”. Apostamos al caballo cojo de la carrera, a la institución más vieja y más fracasada de la historia: el matrimonio.

¡Qué difícil es conciliar el sueño con ese doble planteamiento! Qué extraño estar esperando un buen amor de pareja cuando luchamos por los derechos perdidos por obligarnos a vivir en ella. 

No me malentiendan, no estoy diciendo que el feminismo supone el fin del amor, por el contrario, tal vez lo que quiero decir es que ante la incapacidad de moldear con cincel una nueva idea de la sexualidad, compañía, maternidad y paternidad, nos hemos quedado atrapados en los mismos dogmas antiguos. En otros asuntos ha sido evidente el tránsito, menos cuando se trata de esto.

¿Se puede ser feminista y monógama? Dirán algunos que es una pregunta innecesaria con hipótesis exageradas, que cuando se hace por voluntad propia y acuerdos horizontales, no pasa nada. Pero en serio ¿no pasa? ¿Será que no es patriarcal o cuando menos masoquista insistir en lo que empírica e históricamente ha sido demostrado no funcionar? El problema podría ser la idea romántica del amor, pero ¿acaso la monogamia no es una falsa y romantizada idea del amor? 

Me pregunto ésto mientras miro el celular para verificar si el chico que me gusta me ha escrito a darme las buenas noches. La contradicción.

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