Extrañando Guatemala, segunda parte

Extrañando Guatemala, segunda parte

Extrañé Guatemala cuando la habité por trabajo en el 2008. Me fascinaba el hecho de vivir en un país que había tenido una historia parecida a Colombia, guardando las proporciones, en el recuento de los daños, las dos naciones habían tenido que lidiar con un conflicto armado, desigualdades y premios Nobel. Guatemala con una guerra interna de 36 años había firmado un Acuerdo para una Paz Firme y Duradera entre el Gobierno y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca. Se anticiparon a nuestra historia cuando, en 1997, las guerrillas civiles lograron deponer las armas tras el trato justo de exigir al ejército acabar el genocidio de indígenas y campesinos. Eran las armas que había tomado el pueblo para defenderse de los estragos del monopolio del poder de un Estado racista y clasista en su insaciable necesidad de depurar el territorio para imponer el comercio extractivo. Las consecuencias salieron a la luz en un informe de las Naciones Unidas de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, en el que se determinó que las fuerzas gubernamentales del gobierno de Guatemala fueron las responsables del 93% de la violencia del conflicto.

A Guate la recordé también por la primera vez que vi los rostros sin sonrisa. Ese frío en el estómago al ver las miradas inexpresivas por el dolor tras años de buscar sin encontrar a sus familias desaparecidas y pedir explicaciones en un idioma que no entendían. Fue en Rabinal, Baja Verapaz, una zona sometida a masacres tipo Bojayá o El Salado en Colombia. Por fortuna, sus niños y niñas sí habían conocido el derecho a reír y salieron a entretenerse con una comparsa que llevó una ONG de la capital.

Parte de mis funciones era acompañar otro no tan agradable pasaje. En Rabinal, durante la exhumación del cementerio de NNs, intérpretes me traducían al castellano lo que contaban las familias en lengua achi’, de la fortuna de poder cerrar el camino del duelo después de tantos años de búsqueda. Ese día con sus rituales mayas dieron vía libre a esas almas atrapadas en la incertidumbre que se resistían a quedar en el olvido. Los restos aún tenían las ropas con las que sus madres, esposas o hijos les recordaban el último día que les vieron con vida.  Tal vez en lengua maya exista una palabra para definir a las madres y padres que deben enterrar a su descendencia. En Colombia, cerca de 16 subregiones de conflicto se reconocieron como “zona roja” con unas historias similares. Ya nos enteramos luego de los desastres enterrados en las cientos de fosas comunes identificadas en el país, como la más reciente que conocimos en 2021 en Dabeiba. 

Guatemala se hermanaba con Colombia. Los institutos forenses aprendían de nuestro país la habilidad que nos tocó desarrollar en medio de nuestra propia catástrofe histórica de una guerra de 50 años, que ha dejado cerca de 100 mil personas desaparecidas y otros 200 mil cadáveres sin nombre. Colombia es un ejemplo en investigación forense, me decían. Me felicitaban por eso. No supe cómo lidiar con esa incómoda e inexplicable sensación de sentirme orgullosa de mi país a costa de la tragedia. De eso no hablé con las chapinas, las dejé desahogarse del maltrato del clima tropical y los mosquitos, para ellas que nacieron y se criaron a menos de 20 grados centígrados. 

Colombia ya firmó el acuerdo de paz. No les conté del saboteo al acuerdo y del proceso del que algunas todavía nos estamos aferrando. Cuando extrañé Guatemala, extrañé en el fondo esa ilusión de tener algo parecido para mi patria en aquel momento, el deseo del fin a una guerra que encontré cuando nací sin haberla pedido. Extrañé la inevitable comparación del dolor de dos pueblos, de dos países separados por fronteras que, al final, siguen siendo una gran extensión de tierra con una misma historia protagonizada por nombres masculinos diferentes.  

Extrañé que, como en ninguno de los otros países donde había estado, cuando hablaba de la guerra me entendían y sentían lo mismo, y no tenía que definir con tanto esfuerzo lo que significaban las masacres, los exterminios extrajudiciales o el abuso de poder del ejército. 

Tampoco hablamos de cómo tomaron a las mujeres como botín de guerra. Para las mujeres indígenas en Guatemala la violencia sexual perpetrada por el ejército fue una condena al ostracismo, porque en sus comunidades se las culpabilizaba por haber permitido que soldados las hicieran caminar desnudas hasta la plaza del pueblo para luego violarlas en frente de la gente. Las víctimas que eran solteras no se pudieron casar nunca por impuras, las que eran casadas marcaron la vergüenza eterna a sus familias y descendencias. En Colombia lo vivimos con niveles similares de crueldad, pero en nuestro caso las órdenes vinieron de verdugos (legítimos y no) con uniformes diferentes.  De eso tampoco hablé con las chapinas. Para qué remover tanto dolor junto. Preferí que recordaramos los sonidos de la marimba, que para mí sí fueron una novedad, porque incluso en ceremonias formales o informales los comparaba con música de restaurante (lo siento), una música que no sabía cómo bailar, yo que estaba acostumbrada al baile convulsivo que provocan la flauta de millo y el golpe frenético de los tambores que hacen mover los cuerpos al lado del mar caribe.  

Con las chapinas nos abrazamos en eso que aún sigue vigente para ellas, el recuerdo de su país con todos sus bemoles, que las aferra a pertenecer a un territorio, a sus sueños de volver con la lección aprendida y a no repetirla tras semejante escarmiento.  Y yo, ostentando el poder de moverme bajo una aparente libertad; de llevarles, tal vez, un recuerdo sin permiso. A pesar de ello, lo que sí nos acercó en definitiva fue el hecho de sentirnos juntas extrañando Guatemala. 

Fin.

Califica esta columna

Compartir

Te podría interesar