La educación en Colombia enfrenta un declive silencioso pero profundo. Podría parecer una exageración decir que está en vía de extinción, pero los datos confirman una realidad alarmante: cada vez son menos los niños que ingresan al sistema educativo y menos los jóvenes que lo culminan. Esta no es solo una crisis del presente, sino una amenaza directa al futuro de nuestra sociedad.
La pandemia de COVID-19 fue un golpe devastador para el sistema educativo. Escuelas cerradas, docentes intentando enseñar desde pantallas, estudiantes confinados y desmotivados. Para quienes contaban con recursos tecnológicos y acompañamiento, la educación siguió su curso, aunque debilitada. Pero para millones de niños y jóvenes en situación de pobreza, simplemente se interrumpió. No solo se desconectaron del sistema escolar, sino del proceso mismo de aprender. Y muchos de ellos no han regresado.
Según el Banco Mundial, en América Latina y el Caribe, el 75% de los niños de 10 años no puede comprender un texto básico, una cifra 13 puntos porcentuales más alta que antes de la pandemia. Esta es quizás la señal más clara del deterioro que estamos enfrentando: una generación de niños que no está desarrollando la competencia más elemental para el aprendizaje, la comprensión lectora. Sin esa habilidad, se pierde no solo el acceso al conocimiento, sino también la capacidad de razonar críticamente, de discernir, de participar activamente en la sociedad.
Creo firmemente que la educación es la herramienta más poderosa que tenemos para promover la movilidad social, reducir la desigualdad y construir una sociedad más justa y próspera. Es la base del pensamiento, la cuna de la innovación, el origen de las decisiones informadas. Pero, paradójicamente, también es una de las inversiones más difíciles de sostener en un entorno que valora solo los resultados inmediatos.
La educación exige tiempo, paciencia y visión de largo plazo. En una sociedad del afán como la nuestra, eso representa un desafío estructural. Formar a una persona no produce retornos inmediatos. A menudo, ni siquiera es visible. Y eso lleva a muchos a abandonar el camino. La tasa de deserción escolar ha crecido, especialmente en las regiones más vulnerables, mientras que las matrículas en preescolar y universidad disminuyen año tras año. La caída sostenida en la tasa de natalidad empieza ya a mostrar sus efectos: menos niños, menos estudiantes, menos demanda… pero también, menos esperanza si no se actúa con visión.
El sistema educativo colombiano, más el público que el privado, arrastra deficiencias estructurales. La educación pública, muchas veces señalada como desactualizada o lenta frente a las exigencias del mundo moderno, sigue siendo la única opción para millones. Y aunque no es perfecta, forma mejor que la alternativa de no educarse. La alternativa del abandono es peor: es la perpetuación de la exclusión, del desempleo informal, de la marginalidad.
Y aquí hay una verdad incómoda: la crisis educativa no solo es un reflejo del sistema, sino también de nuestras prioridades colectivas. Nos quejamos de los gobernantes, de los líderes sin preparación, de decisiones erráticas y sin sustento. Pero la mayoría de esas decisiones no son el producto de una ciudadanía formada en pensamiento crítico. Son el resultado de una sociedad donde votar no siempre es un acto reflexivo, sino una reacción impulsiva, muchas veces desinformada. Y eso también es consecuencia de una educación que no ha cumplido su misión transformadora.
Tenemos un reto urgente: reconstruir la confianza en la educación como un bien público esencial. No basta con abrir escuelas o distribuir tablets. Hay que garantizar calidad, pertinencia y acompañamiento. Hay que hacer que la educación vuelva a importar, incluso cuando no ofrezca resultados inmediatos. Porque sí, educar es una inversión, y como toda inversión de largo plazo, los frutos no se ven de inmediato. Pero cuando llegan, son los que realmente transforman a una sociedad.
Esa cifra del 75% que no puede comprender un texto puede parecer lejana, pero es una alerta roja. Es un anticipo del tipo de país que podemos llegar a ser si no actuamos. Porque un presente sin educación no solo es un presente más desigual. Es un futuro sin cimientos. Es una sociedad construida sobre arena.
En tiempos de incertidumbre global, de cambios tecnológicos acelerados y de desafíos ambientales y políticos cada vez más complejos, el verdadero crecimiento sostenido no vendrá del extractivismo, ni de la especulación financiera, ni de soluciones milagrosas. Vendrá de una apuesta seria por el conocimiento, la ciencia y el pensamiento crítico. Vendrá de creer, con convicción, que la educación no es un gasto, sino la inversión más estratégica de nuestra historia. Esa inversión es la única capaz de protegernos de nuestra propia extinción —no solo biológica, sino de aquello que nos hace verdaderamente humanos: la razón.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/carolina-arrieta/