Ética y estética de la comunicación.

Ética y estética de la comunicación.

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Las palabras o conceptos más básicos y cotidianos son casi siempre los más difíciles de definir. Su uso generalizado y tantas veces descuidado, las han ido vaciando de sentido. Libertad, democracia, justicia, amistad, imagen, tiempo, comunicación, entre otras, hacen parte de ese club de buenas palabras, pero con mala reputación y difícil precisión.

Son tan frecuentes en nuestro hablar, que pocas veces reflexionamos sobre ella. Un ejemplo paradigmático es el concepto de tiempo. Todos hablamos de él, especialmente de su carencia (“falta de tiempo”) y si nos preguntan qué es, quizá la respuesta más acertada sea una del tipo “si no preguntan, yo sé que es, pero si me preguntan, no sé que es”, como dicen que respondió San Agustín a tal cuestión.

Me centraré ahora en la comunicación. Soy, entre miles de cosas que me definen, comunicador social-periodista. Fue mi formación de pregrado. Cuando le pregunto a las personas del común, o incluso a mis colegas profesionales o docentes de la materia, si todo comunica, me dicen que sí. Con frecuencia les respondo que si entonces nosotros somos toderos y en nuestro diplomado deberíamos aparecer como tales. No lo hago por soberbia ni porque me crea más inteligente que nadie. Tampoco para poner punto final sobre el tema, porque hay diversos paradigmas epistemológicos para sustentar nuestras posturas.

Pero dejémonos de honduras y vamos algo más básico, más cotidiano, sin tampoco caer en el todo vale, sea sustentado o no, porque “todas las opiniones son respetables”: una suerte de indigencia conceptual en la que nos amparamos para eludir el pensamiento y las preguntas esenciales.

Más que poner en común, acción que es más cercana a informar, difundir o publicar, comunicar es, ante todo, hacer común. Idea esta que es familiar a la más bella y sintética definición que comunicación que conozco, desarrollada por el francés Georges Gusdorf en su libro La palabra: la comunicación es “el proceso de la búsqueda del por parte del yo para confluir en el nosotros¨. Pone de manifiesto la tensión entre el mundo interior y el exterior de la persona, o como lo plantea Freud, entre individuo y sociedad, entre natura y cultura.

Gusdorf distingue entre expresión y comunicación, concibiendo a la primera como la manifestación más pura de la individualidad, que no reconoce la censura, y la segunda como la que le permite al ser ejercer su dimensión social. Desde una perspectiva fragmentada, esto implicaría una disyuntiva: “mientras más me expreso, menos me comunico; y mientras más me comunico, menos me expreso”. La autenticidad del ser humano, bajo esta fórmula excluyente, sólo se encontraría en la expresión. Pero una verdadera antropología sabe que no es posible prescindir de ninguna de las dos. Ambas cohabitan en la persona, se implican; y la autenticidad de la comunicación se define por la capacidad comprensiva del ser:

«De esta manera se formula una antinomia fundamental de la palabra humana: afirmación del sujeto al mismo tiempo que busca a otros. Por una parte, la función expresiva del lenguaje: hablo para hacerme escuchar, para desembocar en la realidad, para unirme a la naturaleza. Por otra parte, la función comunicativa: hablo por ir hacia los otros y me uniré a ellos tanto más completamente cuanto más deje de lado lo que es solo mío. La doble polaridad de la expresión y la comunicación corresponde a la oposición entre la primera persona y la tercera, entre la subjetividad individual y la objetividad del sentido común» (Gusdorf).

El ser humano no es pues totalmente egoísta, ni únicamente social. Es en relación con los otros, o como más contundentemente lo resumió Hegel: “La realidad humana sólo puede ser social. Es necesario, por lo menos, ser dos para ser humano”. Es decir, que hasta para definir su singularidad, su individualidad, el hombre necesita de los otros. La identidad se construye con la alteridad. Recuérdese que identidad viene del latín ídem, que significa idéntico a sí mismo, y, por defecto, diferente de los demás.

La comunidad (el hacer común) comienza cuando se renuncia a una parte de sí para compartir un propósito colectivo. He aquí el imperativo ético-político de la comunicación y de quienes la ejercemos. Comunicador que pondere la competencia sobre la cooperación, el individualismo sobre la reciprocidad, traiciona su profesión y no merece llamarse comunicador. Tampoco puede (debe) clamar por justicia, paz o seguridad, porque si siembra vientos terminará cosechando tempestades.

Sé que es más fácil tumbar muros que construir puentes, pero si optamos por esta profesión es porque estamos comprometidos con ambas partes del río y con garantizar la permanencia de la misma fuente en la que saciaremos nuestra sed. De eso va o trata la ética y también la estética en su versión más sublime: en la pretensión de mantener la unidad (el nosotros) sin anular la diversidad (el y el yo, la individualidad), de armonía con nosotros mismos y con el universo. Utopía, sí, por supuesto, pero ahí está la belleza, la estética no cosmética, en construir buenas utopías e ir tras ellas. Es la tragedia y a la vez el encanto de la comunicación.

Otros escritos de este autor:
https://noapto.co/pablo-munera/

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