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Santiago Silva

Innovación democrática

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La democracia enfrenta una crisis de popularidad en muchos países democráticos. Esto es de una ironía terrible, pero insalvable. En 1996 en Colombia, el apoyo a la democracia era del 60%, mientras que en 2020 es del 43%, según el Latinobarómetro. En los países de América Latina que mide esta encuesta, el cambio en estos últimos veinticinco años ha sido de unos quince puntos porcentuales. En este momento, un poco menos de la mitad de los latinoamericanos apoyan la democracia. La distancia entre expectativas sociales y realidades globales, la alta percepción de corrupción, las dificultades de los gobiernos de la región para resolver viejos problemas perversos e incluso el ascenso de Internet y las redes sociales parecerían explicar algo de esta baja en popularidad de la democracia, pero hay un escepticismo cotidiano sobre la representatividad que siempre resulta llamativo: Los ciudadanos no creen que las decisiones públicas los involucren, los consulten y al final, los beneficien.

Este problema de participación se ha intentado abordar con mecanismos de decisión pública participativa. La Constitución colombiana de 1991, por ejemplo, introdujo nueve mecanismos de participación ciudadana, pero su uso ha sido esporádico, cuando no nulo ¿no podremos idear alternativas? ¿por qué no asumir que podemos mejorar las maneras en que nos gobernamos y tomamos decisiones? Que efectivamente, la democracia puede ser mejorada, como lo ha hecho desde que existe.

En 2013 el gobierno de Irlanda introdujo un mecanismo extraordinario para consultar con sus ciudadanos decisiones complejas: la deliberación participativa. Lo hizo a través de asambleas ciudadanas, reuniones de 100 ciudadanos, invitados de manera aleatoria, pero siempre representativos de la configuración socio económica y poblacional de sus habitantes. Durante varias sesiones, los participantes escuchaban expertos temáticos, posiciones contrarias y recogían y valoraban evidencia e información sobre el asunto que los convocaba. Las sesiones incluían escenarios de deliberación entre los participantes, más que para ponerlos de acuerdo, para poner a prueba sus argumentos e imaginar decisiones colectivas. Al final, luego de semanas de conversaciones, la asamblea votaba una decisión o recogía unas recomendaciones que presentaba a un comité del gobierno que evaluaría su implementación. Desde su existencia, se han realizado cinco asambleas ciudadanas en Irlanda, evaluando asuntos como el matrimonio igualitario, los derechos reproductivos de las mujeres e incluso, las medidas de protección de la biodiversidad del país.

Las asambleas son un mecanismo muy ingenioso de democracia deliberativa que permite escalar la legitimidad de la representatividad (cuidando que los participantes representen su población), manteniendo un principio de igualdad muy interesante: el azar. También, confían en la capacidad de sus ciudadanos de conocer más sobre un tema, escuchar información contraria a sus posturas personales y luego deliberar en la intención de imaginar la mejor solución. Si la democracia representativa y la tecnocracia en ocasiones pueden subestimar a sus gobernados, las asambleas intentan reparar eso al involucrarlos en las decisiones sobre una idea de adultez ciudadana.

Ahora, esto no quiere decir que las asambleas sean una opción pertinente para Colombia o América Latina. Al menos, no lo sabemos. Pero dan cuenta de las posibles alternativas para probar cambios en nuestras democracias que detengan la ola de escepticismo que afecta su legitimidad y que incluso, puede preparar a nuestros países para caer en las cómodas garras de un régimen no-democrático.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-silva/

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