Esta vez tampoco fue

Un año más. Veintiséis con este. El pasado, muchos creímos que, por fin, esa vez sería el último. Como en muchas otras ocasiones, la dictadura se vio cercada, asfixiada, aparentemente limitada en su accionar. Hace un año pensamos que ya todas las condiciones estaban dadas: la oposición desnudó a la dictadura, desmontó su robustez y mostró sus puntos más flacos. Le ganó voto por voto, desmontó cualquier legitimidad de un triunfo oficialista. Pero, una vez más, toda esperanza se esfumó. Fue un chispazo, un fuego que se fue debilitando con los días, haciéndose tenue, hasta extinguirse por completo.

Si se me permite hacer una analogía futbolera, la dictadura arrancó perdiendo de forma abultada el partido, pero supo esperar, jugar al desgaste físico y emocional del rival. Ellos bien saben jugar bajo presión. Están entrenados. Aguantaron. Esperaron su momento. Su rival, que no supo administrar la ventaja ni concretar ataques certeros y contundentes, se vino abajo y, con un par de contragolpes, feneció. Del entusiasmo democrático de hace un año, hoy no queda nada.

Ni el más optimista logra vislumbrar un horizonte medianamente cercano en el que Venezuela recupere la senda de la democracia. La comunidad internacional se acostumbró, o se resignó, a ver a Venezuela con los mismos ojos con que mira a Cuba: como un paria, un actor irrelevante. No hay una preocupación genuina ni una acción decisiva para impulsar un viraje político. Cuando mucho, se emiten profusas notas diplomáticas de protesta o reproches en escenarios no vinculantes. La soberanía del país está secuestrada por un puñado de intereses extranjeros, a los que la dictadura subastó el uso y goce de las riquezas nacionales.

El presidente Edmundo González Urrutia sigue en el exilio desde que, en octubre pasado, salió de la embajada española en Caracas, donde se resguardaba. Más allá de unos cuantos foros en los que recibe vítores y aplausos, ha recabado poco apoyo concreto para lograr algún tipo de intervención. María Corina continúa en la clandestinidad; sus mensajes, otrora potentes e inspiradores, se han ido diluyendo con el paso de los meses. Machado confió en Trump, su administración y su política exterior. Se marcó con esa causa. Flaco favor recibió a cambio. A los pocos días, Richard Grenell estaba abrazado con Jorge Rodríguez, negociando nuevas licencias petroleras. Confiaron —tal vez desesperados— en la persona incorrecta: una que disfraza su lucro personal con vacuos discursos de libertad.

Por lo pronto, Venezuela celebra nuevas elecciones regionales sin participación opositora. Lejos de venirse abajo, la dictadura se consolida cada vez más, acercándose al modelo de partido único. En breve, el voto —si es que aún tiene algún valor real— será sustituido por el de la asamblea, y Venezuela, cual China, Cuba o Rusia, sellará su tránsito definitivo hacia un autoritarismo formalizado.

La tragedia de Venezuela no es solo la persistencia de la dictadura, sino el agotamiento de las vías para confrontarla. Cuando la represión se normaliza y la esperanza se desvanece, el silencio y la resignación se convierten en los mejores aliados de una tiranía. La comunidad internacional ha fallado, las salidas institucionales han sido bloqueadas, y la resistencia interna ha sido perseguida y fragmentada. Hoy, la única vía que parece viable es una salida militar, endógena, que surja desde las propias entrañas del poder. Tal vez solo la fractura dentro de las fuerzas que sostienen a la dictadura, o el colapso de su núcleo de poder, logre abrir paso a una verdadera transición. Es una conclusión dura, pero inevitable cuando las armas sustituyen a los votos y la fuerza impone su ley sobre cualquier voluntad ciudadana.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/samuel-machado/

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