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“Todo lo que vemos está en proceso de dejar de verse.”

“Por muy grande que sea un libro, nunca podrá competir con la luz del sol.”

Los besos. Manuel Vilas.

Cinco minutos bastan para la destrucción y cuando uno es testigo de ello aprende sobre la relatividad. Estando sola en mi casa uno de estos días de invierno inagotable, el cielo se cubrió de una espesura gris singular y desató lo desconocido: pelotas de granizo, árboles bailando en ángulos imposibles, el exterior convertido en una amenaza que me hizo temblar, esperando a que estallaran los vidrios y cayeran los troncos. Cinco minutos de eternidad que dejaron un panorama desolador, el jardín del que tanto escribo destrozado, las ganas de mirar por la ventana extinguidas y la sensación de que la devastación del planeta nos respira en la nuca.

Relativo el tiempo, como los segundos que calcula el artista del semáforo para terminar su show y recoger las monedas antes de que el afán citadino le arranque los carros. Relativos el miedo y la tristeza, pues mi casa no es de latón y mi alimento no depende de mi jardín. Temblé imaginando cómo cuando no se tiene nada, cuando no hay techo seguro, la existencia se convierte en sinónimo de miedo y eso no lo resiste ningún alma para asumir las reglas de quienes desconocen la falta de cobijo.

Sentí terror. Terror a que todo lo que nos rodeaba fuera un espejismo, a que la belleza estuviera sujeta a desaparecer en un instante dejándonos desamparados y sin filtros ante la barbarie. Me levantaba en las mañanas consumida por una debilidad desconocida, acariciando la tristeza (pienso en esa idea que citó Alejandro Gaviria sobre que la locura no es una isla, sino un continente). Inevitablemente miraba por la ventana y en las hojas de bores y mafafas agujereadas por las balas del cielo veía los bombazos en las ciudades ucranianas y los muertos en las calles y las familias separadas; y en el tronco del árbol caído y las ramas amarillas y secas desparramadas por el suelo veía el hambre y a la Amazonia talada y convertida en terrenos fragmentados luchando por subsistir. «¡Oh, mi huerto querido, mi huerto adorado, mi huerto precioso! Mi vida, mi juventud, mi felicidad, ¡adiós! ¡Adiós!», dice Liubov Andréyevna en El jardín de los cerezos de Chéjov ante la tala.

La decadencia del mundo rasguñaba mis ventanas y yo solo quería salir de esta casa que tanto amo para no mirar a través de ellas porque corroborar la ruina una y otra vez era sangrar. Evadí la cercanía unos días y luego regresé a visitar hoja por hoja, podando lo impensable, dejando muñones heridos y descubriendo belleza y resiliencia en los retoños, en los hijitos que venían y que, protegidos por la vegetación muerta o por el azar de la dirección del viento, sobrevivieron a aquellos cinco minutos de ferocidad. Esos pequeños brotes, invisibles para quien no acaricia, me devolvieron la compasión por mi jardín y la convicción de volver a empezar.

El resultado de la poda fueron cerros de basura y yo pensaba en el campesino que mira sus cultivos perdidos, en quien contempla su casa bombardeada y parte con su vida en una maleta, en las selvas que arden mientras seguimos distraídos con el fútbol o con eventos internacionales atendidos por jets privados. “La imaginación es mucho más pobre de lo que parece. El horror irrumpe de una manera tan súbita que desborda los sentidos y la inteligencia y ha de ser contado para que se vuelva hasta cierto punto inteligible. Los testigos mueren, las cosas empiezan a olvidarse recién ocurridas. La percepción de cada uno es limitada y fragmentaria”, escribió Antonio Muñoz Molina. Y es que, como dijo Andrea Wulf hace poco, «Daremos pasos en la dirección adecuada cuando estemos realmente acojonados”. El miedo nos tiene que arañar.

No dispuesta a evadir más las ventanas, aboné como si me fuera la vida en ello y por eso ahora, cuando me revelan un exterior despoblado, pienso en el alimento y el amor que dejé bajo tierra, en los brotecitos que hoy se nutren de él. Afuera siguen Ucrania y tantos territorios sangrando, la Amazonia menguando bajo el sonido de la motosierra, la gente hambrienta abandonada a su suerte, pueden volver a crecer mis plantas y que basten otros cinco minutos para recordarme la vulnerabilidad. No para de llover. “Por eso el amor es tan importante, por eso es el único refugio contra el mal político, contra el Estado, contra la alienación, contra las multas de la policía, contra todas las multas, contra tanta mierda que brilla en todas partes”, dice Manuel Vilas en Los Besos.

Me aferro al amor porque el mundo se siente hoy difícil y precisamente por eso no podemos dejarlo de observar. A mi primer intento de renuncia siguió la convicción de que nos corresponde intentar salvar el pedacito de universo que nos ha tocado. Insisto siempre en la necesidad de refugiarse en la belleza. Por eso mi dolor por la ruina del jardín, porque la reacción del cielo ante tanta mierda fue borrar de tajo esa belleza, sepultar el refugio para que sepamos que no estamos a salvo, que si no imaginamos y sentimos la angustia del destechado, será nuestro propio techo el que nos aplaste. Se desvanecerá el espejismo.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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