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Hace casi veinte años estábamos empezando una empresa de consultoría, investigación y formación en áreas de gestión. Socios muy jóvenes, todos muy tesos, con diferentes habilidades y con muchas ganas de hacer las cosas bien hechas: cuidadas en los detalles, con método y sentido; con dignidad, como nos enseñaba todos los días Pablo, el socio fundador.
Mientras aprendíamos a ser empresarios, los más jóvenes también empezábamos a ser adultos y con esto, a manejar las finanzas personales. Estábamos, por primera vez, relacionándonos con contadores, impuestos, facturas, balances… En esa época, Pablo ya nos insistía, sobre todo a las socias, en la importancia de ir creando un patrimonio propio; pero, para todos, esas ideas estaban muy lejanas en el tiempo. Solo una de las socias venía de una familia con negocios; de los otros, ninguno era hijo de empresarios; nuestras familias vivían con las posibilidades y límites de la clase media-media: haciendo fuerza a veces y otras también; sin mayores lujos y sin mayores carencias.
Entonces, por románticos, por novatos o porque las mismas circunstancias nos obligaron, aplazamos eso del patrimonio propio, incluso en la imaginación. Era muy raro pensar en que una mujer tuviera y administrara sus bienes. Parecía que ya mucho se había logrado con ser profesional y empezar una empresa, pero la visión seguía siendo muy limitada.
Años después, obtuvimos un contrato con la Gobernación del Atlántico, donde asesoramos la creación de la Secretaría de la Mujer. La experiencia, en mi caso particular, fue reveladora; no solo por abrirme los ojos ante una realidad tan distinta a la nuestra; sino, en especial, porque allí empecé a darme cuenta de lo que significaba la autonomía económica de las mujeres. Ahí comprendí a qué se refería Pablo con tanta anticipación. Ya habíamos estudiado mucho al respecto, leímos e investigamos; pero, llegar a los municipios del Atlántico, en esa tensión tan profunda entre la belleza y la pobreza, fue abrumador.
Ahora, en la actualidad, parece que la autonomía económica de las mujeres sigue siendo una excentricidad. Según el DANE, en su informe Brecha salarial de género en Colombia: “Del grupo de mujeres ocupadas en Colombia, la nota revela que ellas ganaron 6,3% menos que los hombres en 2021 (promedio mensual). Las mayores brechas de ingresos mensuales promedio se vieron reflejadas en mujeres con bajos niveles educativos, rurales, viudas, entre los 45 y 54 años, con autorreconocimiento étnico como negro/a, mulato/a, afrodescendiente o afrocolombiano/a y que vivían en hogares con presencia de menores de 18 años, partiendo de los datos de la Gran Encuesta Integrada de Hogares (GEIH 2021).”.
Entonces, la trampa en contra de las mujeres se perfecciona: los niveles educativos siguen siendo bajos (en todas las dimensiones, desde oferta y la cobertura hasta la calidad); seguimos ganando significativamente menos que los hombres; la maternidad se representa, aún, como un problema laboral; el trabajo en el hogar se multiplica y no se remunera… en fin… Sí, hoy, en 2023, la autonomía económica de muchas mujeres sigue siendo una rareza.
Por eso, el gran reto es seguir insistiendo y actuando para cerrar la brecha, ya no solo desde la educación tradicional, sino pensando hacia adelante. Denunciar, usar la palabra: que las mujeres hablemos de finanzas, que comprendamos de inversiones, que aprendamos de mujeres que, sin pasar por la universidad, son magníficas administradoras. Abrir posibilidades entre todas, compartir y aprovechar los talentos; seguir promoviendo alternativas distintas en el deporte y en el arte; asumir y reivindicar con dignidad un rolo protagónico en lo público. Insistir, sin descanso, hasta que la autonomía económica de las mujeres ya no sea una rareza.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/maria-antonia-rincon/