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Estuve vinculada a la Fundación de las Naciones Unidas desde los 12 años, cuando fundé Girl Up Colombia. Luego, cuando hubo otros clubes en Colombia, se volvió Girl Up Medellín, y cuando hubo más clubes en la ciudad se volvió el club del colegio del que me gradué. Fui parte de su junta directiva juvenil dos años consecutivos, donde conocí a otras niñas de más de 10 países. Mexicanas, estadounidenses, europeas, africanas, venezolanas, australianas. Todavía tengo en contacto con la mayoría, aunque la última vez que las vi fue en noviembre del 2019. 

Luego de la pandemia comencé a darme cuenta del eurocentrismo e idealismo de la organización. Hablaban más de cuando un club en Estados Unidos vendía dulces para recaudar fondos para hacer camisetas de su club que de los clubes que enfrentaban a los políticos de sus países que se negaban a redactar una ley que protegiera a las mujeres de abusos. Se hablaba de los clubes que iban al capitolio en Washington D.C. a reunirse con congresistas, pero no de las activistas que estaban amenazadas de muerte por emprender una lucha contra el patriarcado. Eso, por ejemplo, le pasó a mi amiga de Rumania, de quien se burlaron los políticos de su país. Cuando no funcionaron sus malos chistes en televisión nacional para que ella frenara su activismo, la amenazaron de muerte. No se había graduado del colegio y ya le estaban diciendo, entre ellos el presidente de Rumania, que no iba a tener un futuro en la política si seguía así. Le dijeron que calladita se veía más bonita. Hoy, ella está becada en Stanford y dudo mucho que quiera regresar a su país. 

En el 2020, en plena pandemia, supe por las redes sociales de la directora de Latinoamérica de Girl Up que una niña de 14 años, la tesorera de Girl Up Aguascalientes, había sido asesinada a golpes. La mataron en mayo y la organización se pronunció en junio. No la conocía, pero me dolió como si fuera mi mejor amiga, como si la hubiera conocido de toda la vida. Magdalena era una de siete hijos en su familia. Era tesorera de un club feminista en uno de los países con los índices más altos de feminicidios en el mundo. Uno de los países en los que si eres mujer, estás condenada a vivir con el miedo de que tal vez seas la próxima. Entre tanta tristeza y tanto dolor escribí una respuesta, la primera que hubo por parte de la organización exigiendo justicia para Magdalena. La escribí en español porque así me expreso mejor. 

En inglés no me alcanzaban las palabras para describir lo que sentía en mi pecho al pensar que Magui era solo cuatro años menor que yo. Y que su asesino iba a pagar entre tres y cinco años en la cárcel por ser menor de edad, aunque se hubiera declarado culpable y sin remordimiento. Aunque ya estuviera amenazando a la hermanita menor de Magdalena. 

En junio del 2022 se reportaron 89 feminicidios en México. Entre enero y junio ha habido 307 feminicidios en Colombia. En Brasil asesinan a una mujer cada 7 horas. Y entre enero y julio hubo 13 feminicidios en Medellín. Escribo cifras porque es la mejor manera de comenzar a entender la magnitud de esta crisis, aunque no la entenderemos del todo hasta que nos demos cuenta de que, más que números, son personas. Muchas veces se dice que las víctimas tienen nombres. Y esto es cierto. Pero también tenían vidas. Potencial. Tenían aspiraciones, responsabilidades, y tenían mucho que compartir con el mundo. Estoy segura de que Magdalena tenía mucho camino por delante, habría liderado muchas luchas a favor de los derechos de las mujeres en México. Si no la hubieran matado, claro.

No fue mi culpa es una serie que trata el feminicidio en Colombia y creo que logra plasmar muy bien la realidad de este delito. Cada episodio es un nuevo caso y le doy puntos a la serie por intentar mostrar la diversidad de las mujeres que sufren de este tipo de violencia patriarcal. Hay trabajadoras sexuales, mujeres adineradas, empleadas domésticas, abogadas y una niña. El episodio llamado Gracia hace clara referencia al caso de Yuliana Samboní, la niña indígena violada, asesinada y descuartizada en Bogotá. Me dolió ver el episodio en el que matan a una niña de diez años, pero lo que me sacó lágrimas, lo que me dejó sintiendo miedo, incluso al otro día de ver el episodio, fue imaginarme que en la vida real Yuliana tenía siete años y que fue secuestrada por un hombre de 38. Fue secuestrada y violada porque era una niña de escasos recursos, indígena y víctima de desplazamiento forzado. 

Aunque la serie alude a que las víctimas no tienen la culpa de las violencias que sufren creo que el feminicidio sí es nuestra culpa. Es nuestra culpa porque nos escandalizamos cuando sucede y luego seguimos con nuestra vida como si nada hubiera pasado. Nos dolió el caso de Yuliana Samboní, pero no hicimos nada para cambiar la vida de las futuras yulianas. Nos importó tan poco que solo lo recordamos cuando nos mencionan su nombre o, en mi caso, cuando veo una serie de televisión en la comodidad de mi hogar donde muestran un caso similar. Recordamos a Yuliana los diciembres cuando algunos periódicos publican artículos similares a “Cinco años sin Yuliana Samoní: ¿qué ha pasado con el caso que conmocionó a Colombia?” El feminicidio sistemático es nuestra culpa porque un caso nos conmociona hasta que llega otra cosa y nos distrae. Porque olvidamos que los padres de Yuliana tienen que vivir sin ella todos los días. Porque dejamos que el gobierno continúe sus operaciones y excusamos a quienes están en el poder al decir que los trámites legales y la creación de leyes proteccionistas toman mucho tiempo. Es nuestra culpa porque desacreditamos al movimiento feminista diciendo que ya las mujeres podemos votar, y podemos tener propiedad a nuestro nombre. Como si eso fuera suficiente. 

Debemos recordar que las víctimas no son perfectas. En la serie todas son actrices hermosas, muchas de ellas blancas y delgadas. Muchas son madres amorosas, puras, trabajadoras y echadas pa’ adelante. En la vida real las víctimas no son perfectas y siempre va a haber una excusa que cause señalamientos de culpa hacia ellas. En la vida real no todas las víctimas son delgadas, blancas, y tal vez no hablen español. Tal vez quisieron salir con sus amigos, confiaron en que su primo las llevaría a casa. Se emborracharon porque pudieron, porque tenían una pena que ahogar o una felicidad que celebrar. ¿Y qué importa? ¿Qué les importa a quienes justifican sus feminicidios? 

En la vida real las víctimas rumbean hasta las cinco de la mañana porque les dio la gana, y en la vida real las víctimas también pueden ser trabajadoras sexuales por elección y no solo porque la vida las llevó a serlo. Las víctimas pueden ser groseras, pueden haber tenido antecedentes penales y pueden estar en embarazo de un padre que no conocen. En la vida real las víctimas “dan papaya” (aunque me parece desgraciado este dicho). Pero nunca, bajo ninguna circunstancia, merecen la muerte. Las víctimas de feminicidio tenían el derecho de hacer lo que quisieran con su vida sin que eso justificara lo que les hicieron. El feminicidio es nuestra culpa por conmovernos solo cuando no hay manera de justificarlo. Porque nunca, nunca es justificable.

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