Emociones y política

En el verano del año 482 a.C., el ágora de Atenas era un hervidero. Un político de la ciudad estaba a punto de ser exiliado por diez años mediante el voto popular. La democracia ateniense, siempre espantada por la posibilidad de una tiranía, había diseñado un extraño mecanismo, el ostracismo, que permitía deshacerse de políticos particularmente ambiciosos o dirimir conflictos enconados entre facciones al decidir cuál de los jefes de las mismas debía irse de la ciudad. Ese año la discusión se centraba en qué hacer con la reciente riqueza encontrada en unas minas de plata al sur de la península del Ática. Los políticos Temístocles, y Arístides, apodado El Justo, se enfrentaban sobre el gasto. El primero promovía la construcción de una flota; el segundo, que el dinero se repartiera entre todos los habitantes. La discusión había llegado a niveles de faccionalismo peligroso y entonces el ostracismo buscaba resolver la disputa, los atenienses escogerían quién se quedaba y quién se iba de la ciudad y qué propuesta sobre el uso del dinero preferían.

Pero más allá de la decisión, el historiador Plutarco cuenta un episodio sobre la votación que es particularmente llamativo. Un campesino que había viajado a la ciudad para votar ese día, y que no sabía escribir, le pidió ayuda a un hombre que andaba por el ágora. Le entregó la pieza de cerámica donde se escribía el voto y le pidió que escribiera “Arístides”. El hombre escribió el nombre y cuando se lo devolvió al campesino le preguntó —“¿Y qué te ha hecho este Arístides para que quieras que se vaya de la ciudad?”—. —“Nada” — respondió el campesino— “solo estoy cansado de que lo llamen El Justo”—. El hombre que lo ayudó, que por supuesto era Arístides, no dijo nada. 

El episodio, aunque tenga todos los elementos que hacen sospechar que es apócrifo, es una de las primeras referencias históricas de una decisión democrática definida por la rabia.

Casi dos mil quinientos años después, en 1970, el canciller de Alemania Occidental, Willy Brandt, adelantaba una visita de estado a Polonia. Las profundas heridas de la Segunda Guerra Mundial y del Holocausto todavía frescas y una política alemana que privilegiaba el silencio sobre las atrocidades cometidas por el nazismo convertían este hecho en un episodio llamativo para los medios internacionales. El 7 de diciembre Brandt llevó una ofrenda de flores al monumento conmemorativo del levantamiento de Gueto de Varsovia, una de las desesperadas acciones de resistencia de los judíos polacos contra la ocupación nazi. El canciller alemán puso la corona de flores en las escalinatas del monumento y luego, en un acto aparentemente espontáneo, cayó de rodillas y permaneció unos instantes en esa posición, visiblemente afectado por el momento. “La genuflexión de Varsovia”, como se conocería al hecho, fue un acto de penitencia adelantado a los ojos del mundo por el líder del pueblo alemán. 

Hay mucha especulación sobre qué tan genuino fue este gesto. Al final, Brandt adelantaba su Ostpolitik, una apuesta por normalizar las relaciones entre Alemania Occidental y Alemania Oriental y otros vecinos del Pacto de Varsovia, como Polonia. Un escollo recurrente en esta tarea era la falta de reconocimiento de parte de los alemanes occidentales de lo ocurrido en la Segunda Guerra Mundial. Probablemente, como en todo, la verdad esté en un punto medio. La verdadera sabiduría política no está en fingir espontaneidad o en intentar torcer los acontecimientos a favor de una agenda, sino en saber aprovechar lo espontáneo e inesperado en la posibilidad de avanzar en ella. Es probable que en el hecho de Brandt hubiera mucho de genuino, pero también de astucia.

La política es emoción, porque tomamos muchas decisiones guiados por respuestas o estímulos emocionales, pero también porque se hace apelando, interpelando o movilizando sentimientos. Esto lo digo de manera descriptiva, porque no necesariamente tomamos mejores o peores decisiones o hacemos mejor o peor política por nuestras pretensiones de racionalidad. La verdad es que nos creemos mucho más racionales de lo que somos y mucho menos delimitados por las emociones de lo que estamos. Estos dos episodios, a milenios de distancia, son solo dos ejemplos.

Al final, Arístides fue exiliado y la propuesta de Temístocles sobre la construcción de una flota llevó a los atenienses a vencer en la posterior invasión de los persas, y el acto de Brandt marcó un hito fundamental en la reunificación de Alemania.

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