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Esta semana releí Frankenstein o el moderno Prometeo (título enigmático). Volví a él porque me inscribí a un curso dictado por la escritora Carolina Sanín, en el que conversamos de varios libros, entre ellos, el famoso cuento de fantasmas que le encargó Lord Byron a Mary Shelley por allá en un invierno de 1800 que pasaron juntos en Escocia.
La primera vez lo leí en el colegio en su idioma original, pero una versión simplificada para adolescentes. Recuerdo el entusiasmo cuando lo empecé a leer y la sorpresa al terminarlo. Este libro se quedó grabado en mi biblioteca personal como un clásico inolvidable. Muchos años después lo volví a leer sentada en la biblioteca de mi casa, en una tableta Kindle y con una percepción muy diferente de él. Es que a medida que uno crece y madura, también lo hacen sus pasatiempos. Leer siempre ha sido el mío, por lo menos el más constante de muchos que tengo. Y me he convertido en la lectora que soy gracias a tantos escritores que a través de sus letras me han hablado. No se lee dos veces el mismo libro de la misma manera. El contexto, la edad y las circunstancias son también un filtro por el que pasan las palabras, las voces y los personajes. Esta vez, aunque la primera vez me fascinó, Frankenstein suscitó una reflexión diferente en mí.
Me hizo pensar en la vida, en cómo se forma y en cómo se acaba. Escribo a diario en una libreta lo primero que se me ocurre sin detenerme a analizar las palabras que quiero decir. Dejo que broten y que mueran cuando paro de hacerlo. Todo lo que hacemos nos lleva irremediablemente hacia algo que se termina, estamos precipitados todo el tiempo de un lugar a otro, de un sentimiento a otro, de una situación a otra, de una palabra a otra en una hoja, en una conversación, en un pensamiento. Estamos aquí y mañana queremos estar allá. La vida es prolífica gracias a esto: al movimiento. A que nunca estamos quietos todos en el mismo instante. Pasa con todas las vidas humanas que, aunque desperdigadas una de la otra y cada vez menos conectadas por desgracia, siguen unidas por una energía vital invisible, esa que mantiene al mundo dinamizado, y que lo ata. La gravedad.
Cuán milagrosa es la existencia si pensamos en todo lo que debe ocurrir para que cada uno esté aquí en este planeta, respirando. Pero también tantas acciones y situaciones que parecieran no tener ninguna relación producen caos y estremecimiento, quietud y exterminio. Cualquier tipo de creación es inevitablemente el comienzo de un final. Y muchas veces la energía creadora es, a su vez, el origen del mal, de la destrucción. Un resultado que es difícil de asimilar, pero que es inevitable.
En el libro de Mary Shelley, aunque sé que muchos de los que me leen lo conocen, el doctor Frankenstein le da vida a una criatura que anhela vivir, ser visible para otros, ser feliz, ser amada, ser libre, pero lo único que encuentra en la Tierra es rechazo, violencia, sufrimiento, repudio y asco de los seres humanos, de esos mismos que lo crearon. Como venganza, después de haber actuado con bondad, la criatura busca incansablemente a su creador para vengarse hasta destruir todo asomo de belleza, ternura y alegría en su corazón. Al final, desolado y despojado de sus anhelos de revancha el monstruo llora a Frankenstein pues se da cuenta de que ni la muerte de quien lo trajo a la vida y lo abandonó a su suerte, en un mundo que no es el suyo, puede aliviar su dolor.
Pienso en esto, que resume el libro muy superficialmente, porque muchas veces nosotros mismos somos los responsables de eso que nos acecha y nos impide vivir en plenitud y en paz. Algunos lo llaman consciencia, otros karma, otros culpa. No importa el nombre que le demos. Todos cargamos con un monstruo que nos acecha, nos sabotea y nos impide andar. Es ese aliento persistente de que hoy estamos vivos, pero en cualquier momento podemos dejar de respirar, de existir. El planeta no deja de girar por cada vida humana que se apaga, porque esa certeza de lo finito es al mismo tiempo el aliciente que nos mantiene en movimiento. Una contradicción constante sobre lo que significa la vida y la muerte, pues ambas están atadas. No se puede pensar en una sin pensar en la otra. Elegimos seguirnos moviendo sin importar qué nos impulsa, el odio o el amor, la alegría o la tristeza, el dolor o la paz, la chispa que surge o las pérdidas incontrolables. Aun cuando morir es una promesa sin fecha ni conocimiento absoluto del cómo y el dónde, priorizamos la creación como el objetivo más sublime de la existencia.
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