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Amalia Uribe

El sueño de una lectora

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“Yo también había odiado a los Estados Unidos. Pero al leer sus libros, había visto el otro lado: su humanidad. Estaba segura de que si la gente estuviera dispuesta a leer sobre los demás y comprender su cultura, no habría guerras en el mundo”.

Nguyễn Phan Quế Mai

Desde muy pequeña me gustó leer. Me cautivó muy pronto esa sensación extraña e indescriptible que producen las palabras en el papel estallando en la cabeza. Oía los sonidos que describían los autores, imaginaba rostros de personajes y sus voces resonaban en mi mente, soñaba con lugares remotos e inventados, amaba las moralejas. Aprendía demasiado. Casi toda mi infancia y adolescencia me la pasé con un libro entre las manos. Cuando dejé los libros infantiles y comencé a leer novelas contemporáneas y clásicas me frustraba un poco no entenderlas del todo, pero al mismo tiempo me fascinaba ese sentimiendo desconcertante que suponía un reto para mi faceta de lectora. En realidad me estaba preparando para la vida y no lo sabía.

Pasé de leer fábulas y cuentos cortos a libros de quinientas o más páginas gracias a J.K. Rowling, la autora de la saga Harry Potter. Ella fue mi segunda maestra en el arte de la lectura. El primero fue mi papá, a quien veía todos los días con un libro y un lápiz subrayando, sentado en el sofá, muy temprano en la mañana e incluso muy tarde en la noche. Él no leía para darme ejemplo o para imponerme la lectura, pues no hay mayor aberración que obligar a alguien a leer, y todo lector lo sabe. Lo hacía por placer, por oficio —como dice— no para  matar el tiempo ni la aburrición. Y a mí me parecía fascinante. Mi sueño siempre ha sido ser una lectora como él.

Pensé en todo esto, en cómo la lectura ha moldeado y transformado mi vida, porque muchas veces me encuentro con personas que se inquietan cuando hablo de libros o me emociono al ver alguna edición antigua y agotada. La pregunta recurrente siempre es ¿para qué sirve leer?? Y a mí me parece que es imposible responder. Solo quien ha pasado horas de su vida leyendo por voluntad propia, asomándose a otras vidas, emocionándose con las aventuras de los personajes, sabe que leer sirve para algo, aunque esa no sea la motivación principal. Aunque no sepamos para qué.

Sin embargo, casi todas las preguntas que me hacen terminan por colarse en mi cerebro y me obligo a responderme para evitar que más adelante me cojan desprevenida. Hace muchos años, el papá de una amiga me dijo que uno en la vida no tenía que andar dando explicaciones. Ese consejo básico me ha servido para evitar confrontaciones y discusiones inútiles en muchas ocasiones, y también para soltar expectativas sobre mí misma y sobre los demás, lo cual es agotador.

No obstante, sí quisiera responder a este interrogante reiterativo, solo por la ilusión de pensar en que más personas se antojen de leer.

Leer nos hace más humanos. No necesariamente mejores. No se trata de elegir a los buenos o a los malos porque la humanidad es tan compleja que nos obliga a salirnos de ese pequeño espectro. Se trata de comprender, de mirar, de analizar, de preguntar, de confrontar, de discutir y reflexionar. Es un viaje maravilloso poder entrar en diferentes realidades y situaciones. Leer nos enseña que nuestra existencia es solo un grano de arena desperdigado en un campo infinito, que  incluso en la más profunda soledad y desolación podemos encontrarnos y dialogar. Porque en la medida en que conocemos el corazón de los demás nos reconocemos como iguales ante la vida y nos hacemos conscientes de su valor. También de que cualquier cosa que ocurre en este planeta, por significativa o inadvertida que sea, nos afecta a todos, altera quienes somos. Leer es vernos reflejados en la historia de otros. ¿Cómo podemos hacerles daño a otros si somos también ellos?

Mi actual lectura, El canto de las montañas, de la autora vietnamita Nguyễn Phan Quế Mai, es una historia desgarradora y apasionante sobre Vietnam, el país que vivió una de las guerras más largas y crueles que ha visto la humanidad. Una elegía sobre la muerte, un canto a la esperanza y a la capacidad de sobreponernos aun cuando hemos tenido todo en nuestra contra, y también un retrato familiar sobre cómo las decisiones de nuestros antepasados moldean de manera definitiva nuestra existencia.

Cuando leemos y viajamos por esas fronteras abstractas que en lo concreto son engorrosas de traspasar, combatimos sin armas, contemplamos el pasado inclemente y podemos, de cierta forma, resolverlo, transformarlo, sanarlo. Creamos múltiples posibilidades en un universo que es, en esencia, inabarcable, pero no imposible de comprender y adorar.

Termino con esta frase que no es mía, pero tampoco recuerdo su autor. Quien no lee nace y muere igual. Yo me resisto a esa posibilidad. Es el compromiso más grande que tengo. Mi anhelo terrenal. Lo que podré dejarle a la humanidad, que leí para nunca acostumbrarme a las guerras, que las letras fueron siempre mi refugio y me retaron a movilizarme, a cambiar, a ser yo, a ser otros, a ser todos.

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